Hoy es miércoles 3 de abril de 2019. Ha pasado ya una semana desde que K llegó a este mundo, a nuestras vidas. Siete días que se han ido como agua y en los que no termino de asimilar ni digerir todo lo sucedido... aunque comienzo a sospechar que quizá nunca lo haga del todo. Hay viajes, hay momentos, hay historias que simplemente se viven con cada célula del cuerpo, que te llevan a otro universo y te transforman para siempre de manera inexplicable. Experiencias que no pueden entenderse con la razón, pero que se cargan para siempre en el corazón y en la esencia misma de tu ser. Así fue la experiencia del nacimiento de K.
K, nuestro “loco bajito”, llegó a nuestros brazos el 27 de marzo de 2019 a las 21:57 horas. No fue ni temprano ni tarde, sino exactamente en el momento que debía suceder, tal como el universo lo tenía contemplado.
Llevábamos varios días a la expectativa, esperando la señal que nos indicara que Kenzo estaba listo. El tiempo transcurría lentamente y yo desesperaba. Unos días antes, había decidido que tomaría un evento de trabajo el 27 para distraerme y trabajar un poco más antes de poner mi vida como la conocía en pausa. El martes 26 por la noche, sin embargo, le escribí a una amiga para pedirle que tomara mi lugar... aún antes de la primera contracción, algo discreto y sutil dentro de nosotros nos decía, a mi esposo y a mí, que había llegado el momento. Y la intuición tan pura, pocas veces se equivoca.
Habíamos preparado todo para transitar juntos, en un espacio íntimo y especial, las horas previas al hospital. No obstante, por la mañana todo se sentía todavía un poco caótico. Alrededor de las 11, entre una contracción -incómoda pero no tan dolorosa- y otra, intentaba trabajar en mi estudio. Él, por su parte, caminaba de un lado a otro mientras atendía llamadas laborales. Si bien esta escena era de lo más habitual en nuestra vida cotidiana, ese día, algo en ella me parecía de lo más inquietante. Decidí, entonces, abandonar todo y refugiarme en la cama hecha bolita. En ese momento supe de inmediato que mi parto estaba iniciando. Las contracciones dolían más y se volvían más regulares. En un inicio me sentí molesta, pues R aún no terminaba de dejar sus pendientes listos. ¿Qué le estaba llevando tanto tiempo? ¿Por qué aún no estábamos poniendo en marcha todo nuestro plan? ¿Qué acaso no sentía que el momento se acercaba inminente? Después de un poco refunfuñar, recordé que las cosas suceden como tienen que suceder y que ese momento, ese espacio, podía ser solo para mí, para interiorizar lo que estaba aconteciendo, para sentir las contracciones no solo en el cuerpo sino en todo mi ser y para comenzar a entrar en ese trance que tanto había anticipado. Pensé en la tigresa, mi “spirit animal”, que se había aparecido en mi meditación días atrás. Pensé en todas las fuerzas femeninas de diosas, ninfas y guerreras que, en mi cabeza, representaban el conocimiento y el poder ancestral de mi cuerpo. Confirmé que estaba lista para el viaje y que para acompañarme en él, la vida había puesto en mi camino a las personas perfectas: Mi esposo; mi doula, Mercedes, a quien por días había estado imaginando como una guía con una capucha medieval que me esperaba con un quinqué a la entrada de un bosque; y mi ginecóloga, Itzel, cuyo nombre inevitablemente traía a mi mente de manera constante la imagen de Ixchel, la diosa maya de la luna, la fertilidad y el nacimiento. Tras ese momento personal de conexión conmigo misma, decidí que quería bajar a la sala.
Finalmente, el plan de intimidad que tanto deseaba comenzó a tomar forma. Él y yo nos desconectamos del resto del mundo (excepto por el contacto con Mercedes e Itzel). Él preparó la comida. Mientras transcurrían las contracciones, el espacio se llenaba con la música que habíamos elegido cuidadosamente tiempo atrás. Sonaban “Desde mi libertad”, “Esos locos bajitos”, “De mi esperanza”, “píntame de azul”... las lágrimas de emoción, nostalgia, miedo, expectativa y todo un cúmulo de emociones intensas se hacían presentes. Paso a pasito, esos sentimientos tan puros regulaban y hacían un poco más frecuentes las contracciones.
Quise, entonces, ver el video de nuestra boda. Así lo habíamos contemplado y, en un último intento por mantener el control de la situación, me rehusaba a salir al hospital sin haberlo visto. Fue la mejor decisión. Ver juntos y tomados de la mano la ceremonia tan hermosa que preparamos culminó el proceso. Entre lágrimas, risas, contracciones y gemidos para controlar el dolor revivimos ese día, en el invocamos a nuestros abuelos para acompañarnos en esa unión y acto seguido salió el arcoíris. En el que nos dijimos las cosas más hermosas que sentimos el uno por el otro. Todos los discursos, las imágenes en la playa, el recuerdo de ese gran día me dieron la sensación de que todo, absolutamente todo, está conectado. Casi 4 años después, ahí estábamos nuevamente, invocando a ese amor capaz de hacer vibrar al universo, ahora para traer al mundo a nuestro pequeño hijo. Bella manera, además, en la que nuestros hermanos nos acompañaron y estuvieron presentes en este viaje, aún a miles de kilómetros de distancia física.
Terminando el video me sentía ya en otro estado de conciencia. Me iba a la cama y regresaba a la sala. Buscaba un rincón dónde hacerme bolita para manejar las contracciones mientras esperábamos a Mercedes y salíamos al hospital. Me preguntaba si el dolor podría aumentar aún más o habría alcanzado su pico. Buscaba en mi mente y en mi corazón imágenes que me dieran fuerza para continuar respirando como mi cuerpo me lo pedía. Refugiada en la esquina del sillón de la sala escuché que Mercedes había llegado. Como el significado de su nombre, “la que libera”, sentí, literalmente, que podía soltar todo, liberarme de cualquier intento de control. Mi esposo y yo ya no estábamos solos. Mercedes estaba ahí para acompañarnos y ayudarme a atravesar el bosque. Entonces, me sentí lista para ir al hospital. Antes de salir por la puerta, eche un último vistazo a nuestro hogar, ese que durante casi 11 años, Rick y yo construimos y disfrutamos como pareja y que ahora daría la bienvenida a un nuevo integrante, a unos nuevos padres y a un nuevo capítulo de nuestras vidas.
En el trayecto al hospital, el movimiento del coche hacía que las contracciones fueran casi insoportables. Él, concentrado, me cuidaba con la mirada desde el espejo retrovisor al tiempo que conducía para llevarme cuanto antes a nuestro destino. Todo de pronto se volvió borroso. Llegamos al hospital y me di cuenta que sangraba mucho. No recuerdo cómo llegué a la sala de parto. Sé que caminé, pero no recuerdo el recorrido. Itzel aún no llegaba. En la sala de parto había mucho movimiento. Quizá algún médico de guardia, un par de enfermeras, no tengo idea. Solamente recuerdo la voz de Mercedes sugiriéndome distintas posiciones que yo seguía como en un estado de hipnosis. Él me puso la música que habíamos preparado y sugirió, me parece, que usáramos el aceite y aromaterapia que llevábamos en nuestra maleta. Todo se desdibujaba más y más.
Finalmente, llegó Itzel. Ese momento sí que lo recuerdo. Entró por la puerta y su presencia, automáticamente, llenó el espacio con una energía muy poderosa y llena de determinación... una energía que anunciaba que no había vuelta atrás, que el nacimiento de K era inminente. Ese momento tan (in)esperado, tan platicado, tan grande... finalmente estaba sucediendo.
Tras una revisión rápida, Itzel anunció que la dilatación estaba completa. No obstante, la cabeza del bebé seguía muy arriba. Para ayudarme a continuar en el proceso me dijo que rompería las membranas. De nuevo todo se volvió borroso. No sé cuánto tiempo transcurrió, pero de pronto, me encontraba sentada en la silla maya intentando ayudar a ese bebecito a descender. Él me sostenía en todo momento. Recargada en su pecho, no podía verlo a los ojos, pero podía sentir su calor y el latido de su corazón. No quería que se apartara de mí ni un solo instante. De alguna manera, el contacto con él me daba fuerza. Delante de mí, sentadas en el piso, estaban Itzel y Mercedes. Mientras la una masajeaba mis piernas y me daba a oler una esencia que me tranquilizaba, la otra monitoreaba la frecuencia cardiaca de K y me motivaba a echarle ganas a ayudar a mi hijo a salir.
De pronto, algo en la mirada sobria de Itzel me inquietó. La concentración y determinación que hasta ese momento había sentido comenzaron a esfumarse y en su lugar aparecieron el temor y el miedo. Sabía que algo estaba sucediendo y quería saber qué era. Itzel, con calma pero absoluta honestidad me dijo que estaba sangrando más de lo normal y que la frecuencia cardiaca de Kenzo por momentos bajaba mucho. Eso se sumaba a que una circular de cordón en el cuello hacía que por más que pujara, el cuerpecito del bebé se regresara hacia adentro. Por un instante, los demonios del pesimismo y la negatividad se apoderaron de mí. Dije en voz alta que estaba asustada. Y al decirlo, mágicamente mi cuerpo soltó ese miedo y recuperó el ánimo. Tenía que confiar en que todo estaría bien.
Así transcurrieron minutos que me parecieron eternos. Con cada contracción intentaba con todas mis fuerzas expulsar a ese bebecito. Él me animaba y me recordaba todo el poder que me acompañaba. Éste estaba representado en un dije que había yo elegido como amuleto unos días antes. De cuando en cuando, abría también un poco los ojos para ver a Mercedes y a Itzel en un esfuerzo por evocar todas esas imágenes que mi mente había dibujado para empoderarme y darme el coraje que necesitaba en ese momento. Con el caminar de las manecillas de un reloj invisible, mi ánimo flaqueaba, mi mente se desconectaba de mi cuerpo y de mi corazón, y mi poder me daba la espalda despiadadamente. Me invadió un agotamiento extremo. Ninguna posición parecía ayudarme. Toda sugerencia de que caminara, entrara a la tina, me pusiera en cuclillas me parecía insoportable. Como un alma que abandona un cuerpo en su último aliento, toda mi voluntad se esfumó. Quedé derrotada, abatida y absolutamente perdida. De vuelta en la cama, hecha bolita, anuncié que no pujaría ni una vez más. Había terminado de cooperar. Supliqué que sacaran al bebé como pudieran; que lo jalaran, que me pusieran epidural, que me abrieran con una cesárea, que hicieran lo que fuera pero que
acabaran cuanto antes con el dolor. Reproché que no me hicieran caso y quisieran motivarme a seguir. Me sentí en un vórtice sin salida. Sin saberlo, estaba tan cerca de lograrlo.
En medio de ese trance reinado por el agotamiento, esos fieles acompañantes que no me dejaban darme por vencida me convencieron de recostarme en la cama con la espalda reclinada. No sé cómo fue que accedí, pero de pronto me encontraba nuevamente más dispuesta a cooperar. Con un pie haciendo palanca en el hombro de Itzel, el otro en el hombro de Mercedes, él frente a mi jalándome con un rebozo y la neonatóloga empujándome por la espalda, tenía que encontrar dentro de mí las fuerzas para retomar el camino y seguir adelante. No fue sino hasta que mi esposo me dijo que podía ver la cabecita de nuestro hijo y que muy pronto seríamos papás que realmente pude volver a conectarme conmigo misma, con el momento y con lo que estaba viviendo. Desde un lugar de mi ser que no es posible describir con palabras, reuní las pocas fuerzas que aún quedaban y puse todo mi empeño, mi corazón y mi alma en empujar al bebé hacia fuera. En esos últimos instantes antes de su nacimiento, el dolor de pronto se convirtió en una sensación ligeramente placentera. Me invadió un sentimiento de satisfacción, amor puro y determinación. Con mi pareja frente a mí, que era mi centro y lo único que veía en ese momento, supe que K y yo estábamos listos para la culminación de su nacimiento. Y así fue. Entre jalones, lágrimas, patadas y palabras de ánimo, nuestro hijo nació a las 21:57 horas.
Todavía recuerdo con claridad el momento en el que K salió de mi cuerpo y de inmediato lo colocaron en mi pecho. Por alguna razón, su cuerpecito calientito, húmedo y resbaloso trajo a mi mente la imagen de tener en mis brazos a un pequeño pulpito. Con lágrimas de alegría e incredulidad en los ojos y una sensación de amor indescriptible, sentí a esa pequeña personita en mis brazos y mi pecho al tiempo que aún estaba conectado a mis entrañas a través del cordón umbilical. Qué momento tan mágico y místico, ese instante en el que sentiría por última vez a mi hijo dentro de mi vientre. El tiempo se detuvo por un instante y todo se desvaneció. Para mí, solo existíamos mi hijo, mi esposo y yo: un bebé y unos padres recién nacidos, todos llenos de amor y dicha. Una nueva familia. Luego de mirarnos, reír y llorar juntos, él cortó el cordón umbilical con ayuda de Itzel. Con ese corte, mi niño quedó completamente fuera de mí, llevándose para siempre con él un pedacito de mi ser.
Y así fue como concluyó mi parto, una de las experiencias más místicas, intensas y hermosas que la vida me ha regalado. Acostada en la cama, con mi hijo en mis brazos y mi esposo a mi lado, no pude mas que agradecer al universo que cada paso de este camino nos hubiera llevado a un desenlace tan bello. Cada decisión tomada desde el inicio del embarazo, las personas que se cruzaron con nosotros, cada acontecimiento que atravesamos,... todo fue como tenía que ser. Nada fue accidental ni fortuito. Desde el comienzo de este recorrido desee con todas mis fuerzas tener un parto respetado que pudiera guardar para siempre en mi corazón y así fue. Viajé hasta las estrellas y volví. Ahora, solo queda el recuerdo de aquel momento. Un recuerdo que llena mi hogar con su eco. Sentada en la sala, con mi niño en brazos, veo la sombra, las estelas invisibles, del camino que recorrimos el 27 de marzo, el día en el que los astros se alinearon para que nuestro hijo llegara a este mundo para llenarnos de amor y plenitud.