Ella pasó una noche y un día con contracciones, esperando a que se regularizaran. Sabía que tenía que darle tiempo a su cuerpo porque estaba intentando un parto después de haber vivido una cesárea. Hablamos al caer el sol y la cosa ya tenía más color pero todavía había que esperar a que madurara.
Se quedó en casa, con su marido, avivando la llama de este nacimiento. A eso de las 4:30 de la madrugada recibí un mensaje; habían llegado al punto en que me necesitaban. Salté de la cama y llegué a su casa cuando aún la luz no empezaba a filtrarse en la negrura de la noche.
Un hogar en penumbras, una vela encendida al Arcángel Miguel para que protegiera al niño que llevaría su nombre, un par de jarrones con flores y, en medio de la sala, una tina llena de agua tibia, esperando el momento de ser usada. Ella iba y venía en pijama, entre la sala y el baño, conocedora del espacio y dueña de su intimidad.
Té de jengibre con miel. El corazón del bebé se dejó escuchar y nos alegró con su cadencia. Un par de horas más tarde llegó la doctora, venía de atender otro parto en agua después de cesárea, llena de oxitocina y confianza. Contracción, llanto: “Las contracciones me traen cosas raras, una vino con enojo, otra me trajo a mis abuelas, una más un árbol... y ésta me trae el miedo de fallar otra vez”.
“No hay falla” salió de mis labios y de mi corazón al mismo tiempo.
“Nueve de dilatación, estás muy cerca”. Una luz clara y fresca bañó el ambiente y amaneció en su rostro. Se supo victoriosa. Todavía pasaron otras dos horas hasta que empezó a ver asomar al mundo esa pequeña cabeza. Y pasó largo rato también desde que la vio hasta que encontró la manera de hacerla nacer de su cuerpo.
“Si voy a poder” nos dijo, se dijo, y un par de pujos más tarde veríamos a este bebé abrirse paso trazando una nueva ruta en el cuerpo de su madre, un camino diferente al que había recorrido su hermana. Un camino que hablaba de fuerza y de confianza.
La placenta nació también un poco más tarde sin que hubiera nada que hacer al respecto. Ordenamos la casa, vaciamos y desinflamos la tina y nos fuimos como gitanos con un millón de cachivaches a cuestas.
La nueva familia quedó metida dentro de su cama, rodeada de mullidos cobertores y suaves almohadas; comiendo frutos secos con arándao mientras el recién llegado descubría el tibio y dulce sabor de la leche de su madre que le acompañará por siempre.
Mercedes Campiglia Calveiro