Después de una plática y media clase me pidieron que fuera su doula. No nos conocíamos de nada pero habían decidido que en este, que sería su segundo nacimiento, querían intentar una ruta diferente. La hija mayor del matrimonio había nacido tras una…

Después de una plática y media clase me pidieron que fuera su doula. No nos conocíamos de nada pero habían decidido que en este, que sería su segundo nacimiento, querían intentar una ruta diferente. La hija mayor del matrimonio había nacido tras una serie de maniobras que permitieron que descendiera aun habiendo elegido una posición poco conveniente para atravesar la pelvis de su madre. Lograrlo fue todo un éxito, ellos lo sabían, pero en la recta final del proceso habían tenido la impresión de que quienes les rodeaban se concentraron más en darles instrucciones para resolver el dilema mecánico que en atender sus necesidades emocionales. Al escuchar su historia pensé en aquellos agotadores nacimientos en los que yo misma había hecho uso de toda clase de llaves de lucha libre para intentar destrabar algo que impedía el progreso, concentrándome en los músculos o los huesos y probablemente perdiendo de vista a las mujeres. Es tan fácil que eso suceda... ante la dificultad intentar desesperadamente tomar las riendas olvidando que quien debe estar a cargo en todo momento es la mujer que ha de partir. Este segundo bebé se había colocado en la misma posición inconveniente que su hermana eligió para nacer en su momento. Habiendo escuchado su relato, decidí no hacer otra cosa que recomendarles algunos ejercicios sencillos de estiramiento y ajustes a la postura; medidas que felizmente contribuyeron a que el pasajero corrigiera el rumbo. El parto transcurrió pausada y armoniosamente. Ella y su marido danzaron acompasadamente balanceados por el amor y la confianza. Los que los rodeamos sencillamente cuidamos del entorno, le recordamos a ella su fortaleza, acariciamos su espalda, le sugerimos algunas posiciones para encontrar alivio o para optimizar su fuerza... pero la principal brújula en todo momento fueron las sensaciones que su bebé producía al moverse dentro de su cuerpo. Hacia el final estuvo un rato pujando en la tina pero como no percibía cambio significativos, decidió intentar afuera. Ni bien se sentó en un banquito de parto que había en la habitación, el niño resbaló como un pescado entre sus piernas y así, húmedo y caliente, llegó a los brazos amorosos de sus padres. Y junto con él llegaron las lágrimas, las palabras de amor y la leche que le esperaba en los pechos de su madre. Al verle nacer tan espontánea y fácilmente recordé, una vez más, la importancia de confiar en la sabiduría de las mujeres y en las intuiciones que guían sus balanceos. Intervenir no es solamente abusar de la Oxitocina o las cesáreas, es hacer uso de todo aquello que sutilmente nos lleva a apropiarnos de sus procesos. En los casos en que las intervenciones de cualquier tipo resultan necesarias, no hay que perder de vista ni un segundo que es con las mujeres y no en ellas que trabajamos. Y probablemente incluso en algunas ocasiones en que atribuimos el éxito a tal o cual maniobra, todo habría marchado igualmente bien si nos hubiésemos limitado a dejar hacer a las mujeres el trabajo con sus cuerpos. El parto se trata, en instancia última y en cualquier escenario, de que cada mujer vea la increíble fortaleza que se despliega desde su interior; eso es lo que hace de los nacimientos bellas y empoderadoras experiencias. Y eso es lo que quienes las acompañamos no podemos perder de vista en ningún momento.

Mercedes Campiglia Calveiro