Por Mercedes Campiglia

La noche me despertó y puso mi cabeza a rondar entre un montón de ideas desordenadas de las que no quería encargarme. Estaba debatiéndome entre repasar mentalmente la redacción de los mensajes que debía enviar a la mañana siguiente o ponerle un alto a esta mente que se había lanzado a correr como caballo desbocado en medio de la noche, cuando entró la llamada de ella.

Recorría la carretera Cuernavaca-México, a la altura de La Pera, cuando me habló para avisarme que el trabajo de parto la había sorprendido en casa de su padre. El hombre, aterrado, manejaba para traerla de vuelta a la ciudad en medio de la noche.

Desde entonces todo avanzó a una velocidad vertiginosa; no pasaron ni dos horas y ya estaba en el hospital pujando. Empujó sentada, encuclillada, de pie, en cuatro puntos, en asimetría, con rebozo, con apoyo... Su esposo se sentó en una pelota detrás del banco de parto para que ella pudiera recargarse, se encaramó en la cama atrás de ella, se paró de frente para servirle de apoyo; fue su respaldo en todos los sentidos y en todos los momentos.

Veíamos asomar por la vagina los dedos de un pequeño pie y lo que imagino que sería un pedazo de nalga, cuando tuvimos que salir literalmente corriendo hacia el quirófano... No porque el bebé estuviera sentado, cosa que conocíamos desde el inicio, sino porque su frecuencia cardiaca nos hizo saber que definitivamente el jaleo no le estaba gustando.

Ella se paró de un salto y caminó a toda velocidad hacia la sala de operaciones porque no había tiempo que perder. Nunca había visto a una mujer hacer algo semejante: "Estoy tranquila, cuida a mi bebé" me dijo antes de cerrar los ojos cuando le avisaron que iban a dormirla porque le practicarían una cesárea de emergencia; cada segundo contaba.

El papá aguardaba a que le dieran uniforme e indicaciones para poder entrar a la sala: "¿Estamos en buenas manos?" me preguntó esperando escuchar una respuesta que le confirmara lo que ya sabía: "Están en las mejores", le contesté sintiéndome aliviada de saber que lo que le decía era cierto.

Qué importante es estar en buenas manos; esas que no intervienen cuando las cosas caminan por sí mismas, pero que son capaces de hacerlo veloz y asertivamente cuando se desvían de su rumbo. Manos que cuidan con delicadeza de los procesos, que jalonean cuando se requiere, pero también arropan y acarician. Manos profesionales y experimentadas se encargaron de que bebé y mamá transitaran ilesos la tormenta.

Tuvimos que colocarnos a un costado para dar espacio al equipo de pediatras que recibió al pequeño y, aunque ella estaba intubada e inconsciente, ni bien pudo acercarse él se entregó a la tarea de narrarle amorosamente lo que sucedía a su alrededor. Le dijo que su niño estaba bien, que la quería, y se despidió de ella asegurando que volvería pronto cuando tuvo que acompañar al niño hasta el cunero después de que pasara un rato acurrucado en sus brazos y en el pecho de esta madre que lo recibió dormida.

Sostenemos y somos sutilmente sostenidos por el amor, estemos o no conscientes de ello. Ese bebé no se enteró de las amorosas palabras con las que lo llamaba su madre cuando aun estaba en su vientre, ella no escuchó los dulces apuntes que hacía su marido durante la cirugía y él no oyó desde el cunero a ella llamarlo en cuanto recobró la conciencia. Por eso queda este relato como testimonio de las hermosas palabras que se dijeron, sin importar si el otro escuchaba.