Por Mercedes Campiglia
"Ya vamos al hospital" decía el mensaje que me despertó con un "cling" a las 5:10 de la mañana, haciéndome saltar como resorte de la cama. Segundo amanecer consecutivo en que me tocaría ver nacer el sol y la vida.
Suponíamos que se trataría de un parto rápido. El primero lo había sido, de manera que corrimos todos por la autopista, excediendo los límites de velocidad establecidos para llegar a tiempo. La revisaron, tenía dilatación casi completa, y en cuanto se levantó de la cama para dirigirse a la tina que empezaba a llenarse, el niño simplemente se deslizó entre sus piernas.
Un pujo bastó para que saliera completo el cuerpo y la placenta le siguió el ritmo. Ella fue quien nos avisó que estaba fuera. La vimos entonces, habiendo completado su función de vida, descansar sobre la toalla que alguna enfermera había tendido apresuradamente en el suelo. Un nacimiento que simplemente ocurrió, sin necesidad de avisar ni pedir permiso.
A la ginecóloga no le alcanzó el tiempo ni para ponerse un par de guantes, la pediatra llegó bastante después de que todo había concluido y el papá se quedó con los shorts puestos, pero sin haber podido meter un pie en la tina. Ella, sonriente, le rogó a la vida un solo favor... un hielo enorme encima del cual pudiera montarse.
"Tengo 40 años y acabo de parir como las diosas", le contestó a la enfermera que se acercó a preguntarle su edad para llenar un expediente clínico en el que, por supuesto, nadie había reparado. Y con esa frase selló la historia de este nacimiento que inauguró un domingo alegre y la vida de este pequeño niño que llegó a sorprendernos a todos.