Por Mercedes Campiglia

Yo le había insistido en que lo mejor era esperar, pero ella eligió inducir el parto porque sentía que no podía seguir adelante con una panza de semejantes dimensiones y dos niños durmiendo en su cama. La que llegaría sería su cuarta hija, niña al fin, para completar una familia numerosa en la que el mayor era el único que dormía fuera de la habitación de sus padres.

Eligió un domingo para parir. Llegó por la mañana, le empezaron a suministrar oxitocina intravenosa y a las pocas horas las contracciones se volvieron intensas. Como el cérvix no estaba preparado aun, fue difícil que empezara a abrirse. Una reboceada ayudó a avanzar. Ella pidió anestesia porque el trabajo estaba siendo arduo e imaginó que el camino que restaba sería largo. “Te amo” le dijo a la anestesióloga cuando la vio entrar por la puerta y era cierto.

Durmió una hora. La despertó su bebé. Sintió con claridad cómo descendía por su cuerpo. No hizo falta demasiado. La ayudamos a sentarse en un banco de parto para que estuviera en una posición más cómoda. La anestesia empezaba a dejar de surtir efecto pero estaba cerca y eso le daba aliento. Vio la cabeza de su niña en un espejo, tenía mucho pelo, como sus hermanos. Unas contracciones más y estaba naciendos.

Su marido me miró y me dijo "qué fuerte". Y entendí entonces que la distancia que había guardado a lo largo del proceso tenía que ver con lo impactante que le resultaba lo que estaba ocurriendo. Hay quienes somos del parto y hay quienes no lo son. Para algunos ver a una mujer abriéndose para dar paso a un niño empapado y resbaloso es la escena más bella; otros necesitan un poco de distancia. “Tienes mucha paciencia” me dijo él cuando nos despedimos. Pero creo en verdad quería decir otras cosas para las que no encontraba palabras.

Gemidos, sangre, llanto, líquido amniótico, vómito, temblores, sudor, moco cervical, ganas de ir al baño. El parto es potente, desafiante, absolutamente primario. Ella se había maquillado para recibir a esta niña pero, metida dentro de la regadera, sentía al agua despintarle las pestañas y se preguntaba por qué no podía parir en silencio: “Yo no quería gritar pero no puedo dejar de hacerlo”. El parto es explosivo, ruidoso, instintivo. Nos acerca a nuestra faceta animal y nos arranca la ropa con la que nos disfrazamos de gente civilizada. Y eso puede resultar tanto hermoso como aterrador, todo depende de donde enfoquemos la mirada, en el recubrimiento que se desgarra o en la potencia de lo que emerge.