Mariana Linares Cruz

Antes de salir de casa, rápido, súbito, como un talismán, tomé un libro. El libro. Pesado y profundo, su compendio de hojas habría de salvarme de lo que viniera al atravesar la puerta para encaminarme a un hospital. Pesado y profundo, en el fondo de la gran bolsa negra, el libro era el ancla que debía asirme a la tierra, a la realidad, al mundo como los conocía durante los últimos 30 años. El libro. Antes de salir de casa, recuerdo bien, corrí para abrazar mi libro y echarlo al fondo de la gran bolsa negra que –sin saberlo– llevaba al futuro, al después de hoy, al parte aguas.
El libro me salvó de la espera. El doctor que habría de deletrear el futuro no tenía prisa y sí mucha calma, tantos pacientes y ganas de pausa. El libro decía:
“La sangre quiere sentarse. Le han robado su razón de amor. Ausencia desnuda. Me deliro, me desplumo. ¿Qué diría el mundo si dios lo hubiera abandonado así?”
Sobre esas líneas patinaban mis ojos cuando la vocecilla de una mujer dijo: “Adelante, el doctor los espera”.
El libro, pesado y profundo, se sumergió en mi gran bolsa negra y se puso atento a escuchar zumbidos, sonidos y palabras extrañas. Ya no alcancé a leer la siguiente frase del libro, que iba así:
“Sin ti el sol cae como un muerto abandonado. Sin ti me torno en mis brazos y me llevo a la vida a mendigar fervor”
No la leí, pero casi. Porque el doctor dijo palabras fuertes que achicaron el espacio y succionaron bruscamente el aire que ya no lograba entrar en mis pulmones. Palabras que decían: “No hay tiempo. Su hija está mejor afuera que adentro”. Adentro era yo. Afuera era el resto. Maia debía asomar su cabeza al afuera en los próximos minutos para no quedarse para siempre adentro. No pude leer más el libro, pero en otras de sus páginas decía: “La noche se astilló en estrellas”.
La tarde se astilló en anhelos para Alejandro y para mí. Las palabras fuertes trajeron consigo las decisiones inmediatas. Afuera, afuera, afuera trajeron al ahora, ahora, ahora. La vida terminó allí su antes para comenzar el resto. Con nada listo, nada preparado y su mano en mi mano, caminamos juntos –por última vez juntos y solos– hacia el futuro con nombre de Maia. No era así como tenía que ser, pero ya era. Dentro de mi grande bolsa negra ningún instructivo, ningún salvavidas, ninguna pausa, ningún “ahorita vengo”, sólo el libro para transitar la tarde de astillas y anhelos. En el aire, en cambio, muchas cosas: un susto, un miedo, una incertidumbre, un enojo, una voluntad, una convicción. Tanto amor. Mucho amor. Todo el amor. El libro, pesado y profundo, salpicaba:
“el tiempo tiene miedo, el miedo tiene tiempo, el miedo pasea por mi sangre arranca mis mejores frutos devasta mi lastimosa muralla”.
Maia tumbó todas mis murallas. Las del miedo al bisturí, a la aguja que se clava en la espalda, las del control de todo por nada, las de planear hasta el movimiento de mis propias pestañas. Ella nació con un grito profundo, un grito que hoy es carcajada, un grito que nos dijo a todos: “Aquí vengo, aquí estoy y tengo toda la voluntad por ser una alharaca”. Me enamoré. El libro ya lo anticipaba:
“Pues eso es lo que hacemos. Nos anticipamos de sonrisa en sonrisa hasta la última esperanza”.
Maia lanzó su primera alharaca, salió del adentro, conoció el afuera y escuchó como pudo los tantos cantos, las miles de risas, el goteo de unas lágrimas que Alejandro y yo pudimos encontrar en nuestro repertorio de herramientas enterradas. También se colaron las voces de los médicos, la paciencia de las enfermeras, la claridad de Mercedes y un lejano grito de la pediatra que insistía en llevársela. No lo hizo hasta que Maia encontró sus ojos en mi mirada. Un segundo que fue suficiente para darme cuenta de que ella, afuera, estaba sana y salva. Antes de perder el habla supe que Alejandro abrazaba a Maia y juntos partían a la primera aventura de ella afuera, lejos de mi panza. Perdí la conciencia. La recobré.
Hubo una última hora de mí, sola, tumbada boca arriba, exhausta, ida, perdida, dormida sobre una camilla aguardando a conocer a Maia. Una última hora para decirme a mí misma: “Esta es tu última hora contigo misma”. Pensé en el libro, pesado y profundo asidero de mi alma, que en su página 115 decía:
“explicar con palabras de este mundo que partió de mí un barco llevándome”.
Un barco que se llama Maia, que llegó hace ocho meses y que me trajo otra que no era yo pero ahora soy. La que escribe ahora tiene más alas, más tiempo, más canas, más sueño, más sueños, más claridad y menos ansias. La que escribe toma su libro cada noche y se lo lee a Maia:
“Escribes poemas Porque necesitas Un lugar En donde sea lo que no es.”
Maia entiende. Las palabras de libro* la acompañan mucho tiempo antes que el afuera llegara.
*Fragmentos del libro Poesía completa, de Alejandra Pizarnik. Editorial Lumen.
*Mariana Linares Cruz. Periodista. Obsesiva por escuchar la radio. Amanece antes que salga el sol para tomar café, leer, escribir y encontrar historias antes que se despierte Maia. Los sábados amanece más tarde, no escribe y conduce el programa Cinesecuencias Radio en Reactor 105.7 FM. Es conocida por los sonidos extraños que emite al escribir, algo parecido a murmullos pero que no alcanzan a percibir los humanos. Las historias que encuentra pueden leerse en el periódico FRENTE y en la revista GENTE. @mlinarescruz