Por Mercedes Campiglia
"Ya se arrancó la del parto express" le dije a mi familia cuando ella me avisó que se le había roto la fuente. Me metí a la ducha y preparé mis cosas para salir disparada en cuanto las contracciones aparecieran. Su hija mayor había nacido en el estacionamiento porque de pronto fue al baño y sintió ganas de pujar. Antes de lograr llegar siquiera al coche, la abuela estaba recibiendo en las manos a su primera nieta. En esa ocasión las contracciones nunca habían sido intensas para ella.
Esta vez no quería que lo mismo ocurriera, de modo que nos preparamos para ir con tiempo al sitio en el que los padres eligieron que su bebé naciera. Pero las señales no llegaban. Mi maleta de parto fue y vino en la cajuela del coche durante 31 horas. El médico decidió inducir entonces y, en cuanto las contracciones se dejaron sentir, me fui a toda prisa a alcanzarla al hospital. Un cuerpo que ya conoce la ruta del parto suele avanzar rápidamente por ella.
Cuando llegué a la sala de labor las manos del doctor y el aparato conectado a su panza aseguraban que las contracciones eran intensas. Ella las sentía, pero no manifestaba ninguna de las señales de dolor que suelen acompañar al trabajo de parto. Entró a la tina un rato, pusimos música y aromaterapia, hice un masaje en su espalda y presioné sus caderas... pero mis estrategias parecían más manifestaciones de afecto que medidas alternativas para el manejo de un dolor que elegía no expresarse.
En un momento apagó las luces y se sentó en la cama por un largo rato, cómo si estuviera meditando, mientras escuchaba la música budista que había elegido. Su marido dormía profundamente en el sillón de al lado, yo la observaba atenta, incapaz de identificar en su rostro el momento en que las contracciones se iban o llegaban.
La cuidaba pensando en lo complicado que debe ser todo para una mujer tan fuerte. Los médicos, e incluso su esposo, la observaban con curiosidad, divertidos con su falta de molestias; nadie en su sano juicio podía pensar que necesitara alguna clase de consuelo. Pero yo lograba ver el sudor que se limpiaba discretamente después de algunas contracciones que el monitor identificaba como particularmente intensas.
Nunca avanzó. Pese a las horas que transcurrieron y los pronósticos a los que todos hubiéramos podido apostar unos cuantos pesos, no hubo progreso alguno durante las 10 horas de goteo de oxitocina que transcurrieron antes de decidir un cambio de rumbo. La vida es enigmática y a quien la observa no le queda más remedio que atestiguar en silencio sus misteriosos giros.
Tomó con la misma entereza que las contracciones, la noticia de que había que cambiar de planes. Abordó valientemente la aplicación de una anestesia que fue particularmente compleja y, estando tendida en la plancha del quirófano, sin dolor finalmente, empezaron a correr las lágrimas por su rostro que yo secaba al tiempo que acariciaba su cabello.
El parto nos parte, quizá siempre se trate de eso. Nos lleva, por un camino o por otro, hasta ese punto en el que nos rompemos. Ese lugar que escapa a toda posibilidad de control. Se parte la semilla para dar paso al brote, se parte el cascarón para que el pollito asome, se parten nuestras fortalezas para que, de su duro caparazón emerja la vida húmeda, suave, tierna, que viene a mamar la leche tibia de nuestro pecho.