Por Mercedes Campiglia
Estuvimos una noche entera en su casa... mi rebozo pasó de sus caderas a mi espalda cuando la madrugada llegó esa hora cerca del amanecer en que la noche se congela. "¿Te toca velar muy seguido?" Me preguntó él mientras jugueteaba con uno de los dos gatos que ya habían examinado atentamente mi maleta y mis intenciones hasta concederme su confianza. "A los bebés les gusta nacer de noche" contesté.
Pero no nació de noche Julia, rompió el alba y nos encontró tomando té con galletas de miel y dormitando tirados en los sillones de la casa entre una contracción y otra... por más posiciones, jalones y meneadas, el útero no terminaba de regularizar su marcha.
Su médico la citó en el hospital y ya no pude seguirles en este último paraje que recorrieron en tierras estériles y asépticas. Julia terminó llegando al mundo, unas horas más tarde, a través de un tajo abierto a las carreras en el vientre de su madre. Su médico marcó mi teléfono ya dentro del quirófano para que la ayudara a relajarse porque estaba aterrada. La placenta se había desprendido minutos antes ¡Qué tiempos más extraños! Yo la miraba llorando y trataba de que mi mirada viajara a través de la pantalla para posarse al lado de su cabeza. Trataba de abrazarla con palabras cálidas que la arroparan mientras temblaba de frío y de miedo.
Nació su nena, llegó a su pecho, les mandé un beso y corté la llamada para que pudieran disfrutar del encuentro entre los que de verdad estaban. Qué retos nos plante este tiempo enrarecido en que los corazones han tenido que extender sus ramas para llegar a enlazarse con los otros, a pesar de la distancia, como se extienden las raíces de los árboles para beber el agua formando manglares.