Por Mercedes Campiglia
Se requiere una enorme fuerza para arrastrar la vida del recinto húmedo y oscuro en el que se gesta hacia la realidad luminosa que le permitirá madurar, crecer y dar frutos. Hace falta una potencia indescriptible para que ocurra el tránsito entre mundos que lleva al ser del vientre a la existencia, de la tierra a la luz… Se necesita una enorme cantidad de energía para que un brote asome por la dura cáscara de la semilla y para que una cabeza salga de entre las piernas de una mujer.
Los cohetes espaciales destinan gran parte de su fuselaje a almacenar el combustible que requerirán para atravesar la atmósfera terrestre y van desprendiéndose de su estructura gradualmente en el trayecto hasta alcanzar su destino, esa otra dimensión a la que llamamos espacio. De la misma forma se desprende el niño de su madre al nacer y se desprenderá del hijo la madre cuando le toque parir y más tarde nos desprenderemos todos de nuestros cuerpos cuando llegue el momento de la muerte.
¿De dónde proviene la fuerza que se requiere para realizar viajes interestelares de semejantes dimensiones? Surge de un sitio desconocido que se oculta, como una cámara secreta, al centro del ser. Nadie puede decretarse propietario de esa tormenta que viene de su interior y le atraviesa arrollando todos aquellos límites que parecían infranqueables. ¿Es el niño quien comanda el viaje de su nacimiento, es la madre la que lo impulsa, es el alma la que opera el abandono del cuerpo llegado el tiempo de la muerte?
Se trata de procesos de una potencia arrasadora que simplemente ocurren en los sujetos. Sin embargo, en ocasiones, algo pareciera materialmente obstaculizarles. A pesar de que la potencia se despliega plenamente, produciendo un estruendo ensordecedor, da la impresión de que la plataforma no estuviera diseñada para permitir que la nave se desprendiera de ella. Como si una suerte de tranquera invisible impidiera que dicha fuerza se convirtiera en impulso para un viaje. Despegues extremadamente dificultosos que comprenden un tremendo desgaste. En ocasiones, tras quemar toneladas de combustible, hace falta abrir una puerta en el vientre de la madre para que un par de nuevos ojos logren ver la luz.
Quienes nos ayudan a nacer, a parir, a morir… no son los poseedores de la potencia que opera el proceso, ni los protagonistas del evento, son simples compañeros versados en el arte de abrir puertas. Hacen uso de sus conocimientos cuando una cerradura insiste en atascarse para facilitar el flujo torrencial de la vida.
Nadie es dueño del caudal del río y cada vez que escribo sobre un nacimiento vuelvo a constatarlo. Las palabras se ordenan solas convirtiéndose en frases y párrafos. Las ideas encuentran la manera de llegar hasta la punta de mis dedos y convertirse en palabras de forma que al final cada historia se cuenta a sí misma sin que yo tenga idea de antemano de lo que habrá de decir. Las palabras, anudadas una a la otra, van revelándose como los pañuelos de colores que emergen de la varita de un mago y crean, enigmáticamente, algo que termina teniendo porque cuenta la historia de la vida.
Foto: Abril Zapote