Por Mercedes Campiglia

A 10 años de haberme convertido en miembro activo del concurrido club de la maternidad, llega la idea de escribir un par de reflexiones al respecto. Creo que lo recargado de las narrativas en torno al tema me habían llevado guardar una distancia prudente, pero hoy caigo finalmente en la tentación de escribir sobre la experiencia de ser madre… o de ser hija, esperando sinceramente escapar de la melcocha que persigue como una maldición a este departamento.

Las peripecias que llevan a las mujeres a convertirse en madres me apasionan. ¿Qué es eso que hace que una mujer pueda abrir en su interior el espacio necesario para que de allí surja otro sujeto? ¿Cómo es que puede darle cabida a ese otro en su cuerpo o en su vida? Hay todo tipo de recorridos para volverse madre; hay quienes se encuentran con sus hijos después de pujar en una sala de partos y quienes los encuentran debajo de un puente o adentro de una probeta. No existe UNA maternidad a la que mujeres diversas tratamos de ceñirnos con más o menos éxito, sino un sinnúmero de formas diferentes de ensayar esta experiencia alucinante de abrirle paso a otro a través del propio ser.

A mí me tocó en esta vida por madre una mujer poco convencional; no recuerdo las tardes de mi infancia jugando con ella a las muñecas ni cocinando galletas. Mi mamá siempre trabajó y estudió y por las noches, casi todos los fines de semana, también sale de fiesta. Su único sueño nunca ha sido el de ser madre, es muchas otras cosas al mismo tiempo y de forma igualmente apasionada.

Mi mamá no me llevaba comida caliente a la puerta de la escuela en el recreo, como lo hacían algunas de las madres ejemplares de mis compañeros, ni se levantaba temprano para preparar suculentos desayunos cuando un licuado con huevo integrado podía resolver de un sorbo el trámite de la alimentación matutina… pero me enseñó todo lo que puede disfrutarse un chocolate; creo que a nadie he visto en la vida comerlo con tanto gusto como a ella.

No recuerdo una sola tarea en la que me haya ayudado pero no pasó una noche de mi infancia sin que me leyera un cuento. Creo que por eso soy amante de las historias bien contadas. Cualquiera puede recitar el sonido de las letras para formar palabras, pero eso no es contar un cuento. Todavía hoy, a veces, me siento a escucharla cuando les lee a mis hijos que la oyen entre las sábanas, con esa combinación maravillosa de atención y sueño que sólo conocemos aquellos a quienes nos contaron cuentos para dormir.

Nunca supo hacer trenzas francesas ni peinados elaborados con listones; recuerdo más bien los nudos en el cabello siempre suelto y siempre largo como una constante que podían alcanzar, por momentos, dimensiones insospechadas… Mi mamá no sabe gran cosa de los temas que las mamás dominan habitualmente pero sabe muchas de las cosas realmente importantes de la vida. Sabe que vale la pena tirarse al sol como las lagartijas, meterse a la alberca por las noches y cantarle a la vida cuando estás triste y cuando estás contenta. Mi mamá me enseñó que hay que mirar el paisaje cuando se viaja y que no hay nada más bello que el mar aunque de vez en cuando te revuelquen las olas o el sol te queme o los mosquitos te coman... porque siempre vale más el gozo que la pena.

Mi mamá no es la más diestra peinadora ni la más hábil cocinera pero es sin duda la más divertida de todas. Me enseñó que los que se aburren son los tontos porque en esta vida maravillosa siempre hay algo que vale la pena. Me dejó andar en bicicleta y salir sola a la calle; me dejó ir de viaje cuando a la mayoría de mis amigas no les permitían hacerlo. Aceptó que nuestra casa se convirtiera en refugio de decenas de animales en desgracia que mi hermana y yo rescatábamos; perros abandonados, pájaros heridos, pollitos de oferta, ardillas prisioneras… 

De ella aprendí que vale la pena pelear por lo que uno sueña y que hay que pelear también por los sueños de los otros. Aprendí también que hasta los mejores sueños pueden derrumbarse y que las personas vuelven a surgir de entre los escombros para seguir adelante. Mi madre fue siempre consciente de que no podía vacunarme de la vida, ni del dolor, ni de la muerte, y estuvo dispuesta a acompañarme en este viaje, sin más.

Mi mamá se equivocó en montones de cosas y yo he hecho lo propio. Mis hijos se han caído de la cama, de las carreolas, de los columpios…  De manera incomprensible han comido las cosas más insólitas; uno de ellos se las arregló para tragarse una canica de metal y al otro le di un huevo revuelto con vidrio cuando todavía ni siquiera caminaba. Recuerdo haber llorando a moco tendido con ellos cuando se suponía que debía consolarlos. He sido muchas veces más dura de lo necesario y me he obsesionado por hacer las cosas de manera correcta estropeándolo todo. Ha quedado a estas alturas perfectamente establecido que por más que me lo proponga no tengo manera de ser una madre perfecta. Mis hijos siempre tienen el pelo más largo de lo debido, los pantalones excesivamente rotos y no consigo mantener sus uñas nunca suficientemente cortas ni medianamente limpias…

Sólo espero poder disfrutar con ellos tanto como lo ha hecho mi madre conmigo. Ojalá pueda transmitirles el gusto que ella me ha enseñado por entrar al cine con una dotación suficientemente abundante de refresco y palomitas, el gusto por charlar de cosas importantes y de tonterías, por hilar unas ideas a otras, por saltar las olas. Si puedo enseñarles a mirar el mundo con una mirada enamorada, me doy por satisfecha. Creo que, en el fondo, de eso es de lo que se trata la maternidad, de darse cuenta de que los hijos no son algo propio, sino compañeros del camino. No hay que moldearlos sino caminar a su lado y aprovechar la posición privilegiada que la maternidad nos obsequia para observar el fabuloso espectáculo de las jacarandas floreciendo en primavera.