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Por Mercedes Campiglia

Ella María, él José... como era de esperarse necesitaban un pesebre para recibir la vida. No habría podido ocurrir de otra manera. La tina estaba al lado pero no quisieron usarla; entre toallas y sábanas blancas armaron su nido en el suelo del hospital. Sujetada con fuerza ella empujó a la niña que salió de su cuerpo para encontrarse con las primeras manos que la tocaron, las mejores manos posibles, las de su padre.

¿Y qué de los especialistas? ¿Y qué de la tecnología y el sofisticado mobiliario hospitalario? ¿Qué de las camas térmicas y el oxígeno? Fueron, en este nacimiento, respetuosos testigos de la labor de los cuerpos de esta mujer y esta niña que no necesitaron de nada ni de nadie.

Fue idea del ginecólogo que el papá recibiera a su hija y, entre susurros, lo orientó gentilmente para sostener este pequeño cuerpo resbaladizo entre sus manos. Una vez que arribó a los brazos de su madrea, la pediatra se acercó sutilmente para asegurarse de que todo estuviera en orden y cuando le preguntaron cómo veía a la niña respondió "muy guapa", invitando a los padres al enamoramiento y la confianza. Orientó sus dedos para que se encontraran con el mágico pulso del cordón que aun conectaba el cuerpo de la niña con el de la madre hasta que nació la placenta y dejó de latir por completo. Colocó entonces las tijeras en la mano de él y le dijo con voz clara y firme para que repitiera: "Te recibo, te acepto y te amo"; palabras afiladas que se clavaron en su pecho, rompiendo la fuente de su alma, para dejarle empapado en lágrimas.

Bellos profesionales capaces de no hacer cuando no hace falta; dispuestos a ceder los reflectores a los verdaderos protagonistas de la escena, dejando al descubierto la belleza de la llegada de la vida para hacer posible, como lo bautizó el padre de esta historia, un #PartoEstelar.