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Por Mercedes Campiglia

Ellos habían armado en su casa una habitación con hamacas, lianas, tapetes y un difusor de esencias que fácilmente podrían alquilar, a buen precio, como sala de partos. Pusieron un altar en la sala e incluso elaboraron atuendos para la ocasión con tela que eligieron, cortaron y cosieron por sí mismos.

Cuando llegué a su santuario estaban sonrientes y bañados en oxitocina; ella se preguntaba por qué se le ocultaba a las mujeres todo el placer que acompañaba al dolor del parto. Mientras la escuchaba, a través del bellísimo ventanal que tenía a sus espaldas, veía flotar las primeras hojas amarillas del otoño que los árboles han empezado a dejar caer de sus ramas. La belleza de los nacimientos es un secreto muy bien guardado, se le ha recubierto con toneladas de desinfectante, cientos de campos estériles y una bruma de miedo que lo han vuelto casi impenetrable. Pero cuando nos atrevemos a retirar el desagradable envoltorio descubrimos que esconde el brillo radiante de una joya.

Ella había tenido, a lo largo de su vida, tres operaciones de columna en las que le colocaron y retiraron, alternadamente, una estructura metálica que su poderoso organismo insistía en torcer. A los 15 años, cuando ni siquiera sabía si algún día querría ser madre, le anunciaron que difícilmente podría tolerar un embarazo y que un parto sería algo prácticamente imposible para su cuerpo a causa del severo problema de columna que la aquejaba.

Pero nueve meses de gestación habían transcurrido sin mayores contratiempos y ahora se complacía cantando y explorando el mundo con su cuerpo parturiento, colgada de lianas y mecida por el balanceo seductor de la música que había elegido para recibir la vida. Su compañero la acompañaba cercano, sonriente y lleno de ternura, desde su atuendo de parto, bajo el que asomaban un par de calcetines de colores. Así fueron avanzando, juntos, suave y armoniosamente.

Poco a poco llegaron todos los invitados. La primera fue Itzel Mar, su doctora, que ya había ido unas horas antes a revisar que todo estuviera en orden y alistar la tina de parto. Casi inmediatamente después de ella, Faride Schroeder, con su cámara pronta para capturar la belleza del nacimiento y compartirla con ojos que, de otro modo, jamás habrían podido atestiguarla. Un ratito más tarde Ceci, la madrina conchera, que prendió las velas del altar, guió a los padres a sembrar un cirio para el alma que se acercaba, nos dio a todos cacao con miel y tomó a su cargo el comando energético de la experiencia. Finalmente, cerquita del final, Penelope Noriega, quien llegó a encargarse de recibir al pequeño viajero que estaba recorriendo el tránsito entre dos mundos, guiado por el sonido de las conchas, el olor del incienso, la voz de sus padres y las decenas de velas encendidas en la casa.

Enmantillado nació, adentro de una tina de agua caliente en la que sus padres, abrazados, le recibieron. Cuando estaba en sus brazos Itzel retiró el velo que aún cubría su rostro para que pudiera respirara por vez primera el fresco aire de esta tierra. En el agua se encontraron, se reconocieron, se hablaron; en el agua nació también la placenta, cuando llegaron las ganas de empujarla. Su doctora la puso a flotar junto a ellos, en un recipiente con un par de flores, para que pudieran permanecer todo el tiempo que quisieran disfrutando del tibio y húmedo abrazo que sostenía sus cuerpos.

¿Qué papel tiene la doula en un parto en el que hay un par de médicas extraordinarias encargadas del bienestar de mamá y bebé, una pareja sensible y empática a cargo de la contención afectiva, una guía espiritual que se aboca a atender el componente energético y una cineasta que se asegurará de capturar y compartir la belleza de la experiencia? No lo sé... habrá que pensar en ello.

"Qué fuerza tienes" me dijo la madrina cuando nos despedimos, "la fuerza necesaria para sostener la muerte y darle paso a la vida". La frase quedó retumbando en mi cabeza. "Eres una roca, pude sostenerme en ti cuando sentí que me derrumbaba" me había dicho otra mujer a la que acompañé en un nacimiento hace unos días Afirmaciones enigmáticas, e interesantemente parecidas, que no logro aun comprender del todo; imaginarios de solidez.

Quizá cuando descendemos a los sótanos de la existencia, cuando nos lanzamos del filo de un acantilado, necesitamos además de aliento, amor y empatía, anclar firmemente una cuerda que nos permita saber que regresaremos a salvo; el tronco de un árbol viejo, un trozo de tierra firme, una piedra sólida. A veces toca ser miel, a veces abrazo, a veces conciencia y otras veces quizá también hay que ser fuerza.