Por Mercedes Campiglia
Este 10 de mayo inició para mí con una de las escenas más bellas que la vida me ha dejado atestiguar. No existen palabras suficientes para narrar la hermosura de este nacimiento.
Ella ginecóloga, madre de un niño de cinco años nacido por cesárea, me llamó hace un par de semanas para pedirme que la acompañara en su segundo nacimiento que estaba planeado para ocurrir en casa. No lo había pensado así originalmente pero sus compañeros, ante la situación que estaban viviendo en los servicios de salud, le aconsejaron, en lo posible, mantenerse alejada de los hospitales.
Ellos vivían muy lejos de cualquiera de las instituciones que su doctora ocupaba como alternativa en caso de traslado, así que se instalaron para el parto en casa de la familia de ella, por lo que en el nacimiento estuvieron presentes no solo su hijo mayor sino también un hermano, una cuñada, una sobrina que estudiaba medicina y hasta una cineasta que está documentando partos en casa durante la pandemia a la que le concedieron el privilegio de estar presente en un momento tan íntimo.
Cuando llegamos Mari temblaba como una hoja y estaba tomada por el pánico. Tenía cuatro centímetros de dilatación, un bebé al que le faltaba descender y un cervix que parecía resistirse a ceder. Ella sabía perfectamente lo que todo eso significaba. Pero aun así empezamos a trabajar, las dos solas en una habitación oscura de la casa, mientras el resto de la familia y su doctora inflaban y llenaban la tina que habría de instalarse en la sala.
“De lo único que me acuerdo es que me dijiste que había que bajar al séptimo suelo a buscar al hijo y traerlo desde ahí hasta la vida y me pregunto en qué piso estoy ahora”. Y así es realmente, los hijos los tienen que ir a buscar las mujeres a lo más profundo de su ser para arrastrarlos de esa cueva oscura hacia la existencia.
Algo especial sucedió entones entre nuestros corazones, se enlazaron de una misteriosa forma; ella decidió sumergirse y se dejó llevar de la mano en un viaje profundo y sutil que recorrimos a traves de sus reinos. Cambiaron los sonidos, el temblor dio paso a los balanceos y acompañadas por una bellísima música que había elegido nos entregamos a la tarea de abandonarnos. Pocas veces he visto mujeres transitar tan dramáticamente de la resistencia a la absoluta entrega.
Cuando finalmente se apagaron los infladores y las mangueras, cuando dejaron de subir y bajar cubetas de agua y ollas calientes, cuando se instalaron el banco de parto y las flores y el altar que ella había armado en lo que algún día había sido un comedor, la familia se escondió discretamente en las habitaciones para dejarle la casa a ella. Nosotras bajamos a esta bellísima sala de partos que había nacido en el corazón de la casa desplazando mesas y sillones y ella se sumergió en un agua caliente llena de flores y olor a lavanda.
El primero en asomar fue su niño, que de inmediato se acercó curioso a observar cómo gemía su madre quien, para entonces, rugía ya como una fiera. De a poco fue asomando el resto, la sobrina se sentó junto al niño y los demás encontraron la manera de participar amorosa y sutilmente de la escena apoyando en la tarea de mantener caliente el agua y accesible lo que se necesitara. Su compañero se instaló directamente frente a ella, la tomó de las manos; de a ratos le sonreía y de a ratos a su hijo mayor; les contaba al oído cosas que ninguno de nosotros pudo escuchar pero que eran sin duda las cosas indicadas.
No hubo ni una pisca de miedo o desconfianza, no hubo ninguna clase de imporsación ni estridencia. Todo fue prístina y absolutamente auténtico. Un ir y venir entre negociaciones con el hijo que nacería, mentadas de madre y súplicas de ayuda al dios de sus altares. Ella se tocó y sus ojos se iluminaron cuando pudo sentir lo que había sentido tantas veces en la vaginas de otras mujeres, la llegada estaba cerca.
Dudó primero y luego decidió que debía empujar con fuerza. Su bebé nació en el momento justo en que la pediatra cruzaba por la puerta. Una fiesta de la vida, en la que la mirada bailaba deslumbrada entre la belleza del amor de la pareja, la protección de la familia y, al centro de la pista, este pequeño niño de ojos inquietos que vio sin pudor ni miedo cómo su hermano salía del cuerpo de su madre y cómo le seguían la placenta y la sangre. El bebé le pareció “muy bonitito“ y estaba feliz de tener un hermano. Cuenta su tía que en un momento se acercó a la habitación y le dijo: “vengo a respirar un poco para relajarme y regresar con mi mamá”.
Entre todos ordenamos el pequeño caos que acompaña la llegada de la vida. No faltaron manos para trapear, acarrear cubetas de agua, levantar toallas y trapos húmedos. La sobrina lavó la placenta, la cuñada consiguió un bello papel y la doctora hizo una impresión como recuerdo.
Y hoy, habiendo sido mi día de las madres inaugurado con semejante escena, no puedo más que pensar que la maternidad nada tiene que ver con tarjetas de rosas ni las frases melcochosas, la maternidad es la valentía de adentrarse en las catacumbas del ser, de pelear batallas descarnadas con los demonios y arrastrar a la vida de los pelos. La maternidad es aguerrida, está llena de sangre, es estridente como un grito, como un rugido... y es generosa porque comprende romperse en mil pesados para darle paso al otro. confiando en que mágicamente volveremos a reconstruirnos... y cuánto damos el salto al vacío descubrimos que efectivamente nos rearmamos, pero ahora más amplias.
Foto: Faride Schroeder