IMG_4266.jpg

Por Mercedes Campiglia

41 semanas de embarazo, inducción, prostaglandinas. Después de la segunda dosis, con dos centímetros de dilatación, su cuerpo se puso a trabajar a marcha forzada. Ningún recurso resultó a partir de entonces suficientemente bueno para mitigar la inquietud interior que construye el trabajo sin descanso. Aún así, ella fue abriendo una brecha por la que transitar; abrió su cerviz pero también su intención a la experiencia.

Avanzamos con dificultad, con resistencia, haciendo camino con un machete en medio de la maleza... la dilatación progresaba de forma acelerada, tanto que las emociones no lograban alcanzarla. Masajes, posiciones, agua, suspenciones, amor... todo funcionando a medias porque ningún recurso era tan veloz como el ritmo de su cuerpo. 

Cerca del final una pequeña zarandeada con una toalla que hizo las veces de rebozo porque el mío tiene, por el momento, prohibida la entrada a los hospitales. La cabeza chueca de su bebé se enderezó y pronto vimos su pelo asomando tímidamente en el sexo de su madre. Pujo, pujo, pujo... agotamiento, agua fría en la cabeza. Pujo, pujo, pujo... esfuerzo máximo, aire fresco, esencias. Esfuerzo máximo, mínimo progreso.

Salida del agua, ella en la cama, todos nosotros rodeándola. La niña tenía que nacer pronto, no había tiempo para sutilezas. Usamos nuestros cuerpos como apoyo, como polea, como soporte, para optimizar al máximo en el esfuerzo, mirando de reojo la ventosa que estaba ya desempacada y a mano, deseando no tener que hacer uso de ella. Un último empujón en el que dejó el alma, todos alentándola, mucho ruido en la habitación. Nació finalmente la cabeza, meconio, circular en el cuello. Un pujo más y se deslizó el resto de su cuerpo. Tuvieron que llevarla a una mesa al lado de la cama de su madre y darle un pequeño empujón hasta que finalmente se puso rosada y fuerte. Su madre la consolaba diciéndole “eres valiente hijita, vas a estar bien” mientras sentía salir una cantidad abundante de sangre de su cuerpo.

La pediatra impecable, en cuanto vio a la niña recuperarse la puso en el pecho de su madre donde rápidamente se las arregló para encontrarse con la leche. Paró el sangrado. Todos respiramos. 

"Te digo la verdad, creo que mi cuerpo no produce oxitocina. No sentí eso que dicen que se siente en los partos. No me sentí en drogas, no experimenté de forma instantánea el amor más intenso de mi vida. Estoy feliz pero tranquila, como algo zen". "Te digo la verdad... yo tampoco lo sentí", le respondi acordándome del nacimiento de mi primer hijo que ocurrió en circunstancias muy similares. 

Me pidió un minuto, me tomó de la mano en silencio, cerró los ojos y finalmente las emociones lograron alcanzar la carrera desbocada que había emprendido su cuerpo. Un par de lágrimas salieron de sus ojos, no supe lo que lloraban. le di un beso y me fui a casa exhausta.

Cada parto es único, no hay una buena y una mala manera de parir, parimos desde lo que somos, desde lo que nos ocurre. Parimos desde la verdad más absoluta de nuestro ser y eso es lo que hace de los nacimientos un acto absolutamente humano; revelador, agotador, potente y fantástico. Hoy ella no es diferente, no tendría por qué serlo... es la misma que siempre fue, pero con un cuerpo y un alma que fueron expandidos.