Por Mercedes Campiglia
Ella es hermosa, tiene una de esas bellezas que se arraigan en el alma y se extienden más allá de la piel, floreciendo como el durazno. Su sonrisa tiene la cualidad peculiar, que he visto en algunas pocas, de iluminar con un sutil brillo a la opaca materia, como si estuviera dotada de una especie de bioluminisencia.
Su parto entonces, como era de esperarse, fue la primavera. Ocurrió de día como si la vida retirará todos los velos para no perder detalle del espectáculo. El proceso avanzó suavemente en su cuerpo hasta que estuvo lista y rodeada de sus afectos; su madre sosteniéndole la mano, su esposo metido al agua junto a ella y su entusiasta morrito de dos años saltando para hacer olas y dejarnos a todos empapados y sonrientes.
En una tina con algunas flores y un montón de juguetes Emma salió de su cuerpo, rosada y perfecta como un durazno. Y es que así es la verdadera belleza, fresca y ligera; poco tiene que ver con la perfección y nada en absoluto con las ideas prefabricadas y rígidas que nos hacemos de ella. La belleza no es materia, es luz; la que irradian algunos seres, esa que tiene la capacidad de encender con su brillo nuestras almas.
No podré nunca agradecer lo suficiente por toda la belleza que a mis ojos se les ha permitido en esta vida contemplar.