Por Mercedes Campiglia
16 horas pasé ayer metida atrás de una mascarilla N95 y unos goggles, acompañando a una mujer en trabajo de parto. Tuve una probada mínima de lo que el personal de salud enfrenta cada día: dificultad para respirar, visor que se empaña, temor de tocar superficies porque cualquiera de ellas podría estar infectada, sed y miedo de retirarse la mascarilla para beber agua, lo que conduce a que la garganta esté cada vez más reseca, hambre y temor de salir a comer porque alrededor del hospital circulan los enfermos y sus parientes; campo minado, gotas de sudor deslizándose por el cuerpo y la cara... pero, ante todo, la dificultad inmensa que comprende establecer un vínculo a través de semejante parafernalia. El otro, visto como potencial fuente de contagio, conduce a levantar barreras... y, en medio de las murallas, una mujer desnuda, como una ciudad sitiada, intentaba parir un hijo.
La fuerza de esa madre y el amor de su pareja para sostenerla en su deseo de parir, a pesar tenerlo todo en contra, me resultó absolutamente conmovedora. El nacimiento no se arrancó por sí solo... ¿cómo habría de hacerlo si sabemos hace tiempo que oxitocina y adrenalina son hormonas antagónicas? Y quienes acompañamos partos en estos tiempos hemos constatado cómo una y otra embarazada pasan de largo de la semana 41 porque no hay quien se anime a ponerse vulnerable en un momento en el que las personas se refugian en sus casas porque saben que el miedo cabalga desbocado por las calles.
Un “empujoncito” de oxitocina suele bastar para que el cuerpo se anime a iniciar el viaje, le dijo su médico, pero no resultó así en este caso, lo cual es completamente razonable considerando el hecho de que los padres eran asistidos por una doula apenas reconocible tras su coraza, que evocaba un pato y un médico que portaba una careta de Ironman. 28 horas de goteo de oxitocina -yo nunca antes había visto algo semejante- todas las posiciones, todas las maniobras y un avance microscópico pero constante. Cuando, con dilatación completa tras el titánico esfuerzo, vimos que el bebé se negaba a descender, el médico recomendó rotarlo con una ventosa: “guiar la cabeza puede ayudar para que finalmente nazca“; sonaba razonable intentarlo pero ella dijo NO. Lo dijo desde un lugar rotundo y contundente que no quedaba más que escuchar; sencillamente no quería seguir adelante. Y un parto humanizado comprende, ante todo, escuchar a la mujer y atender su deseo.
“Pensé que era más fuerte, estoy acostumbrada a conseguir lo que me propongo; lo había planeado tanto" dijo con los ojos llenos de lágrimas por primera vez cuando vio acercarse el fin de su largo y desafiante viaje. Sus palabras penetraron las murallas y estallaron, como si se tratara de cristales, todas las barreras que pudieran permanecer en pie, dejando mi corazón desnudo.
No hay nada más que ella hubiera podido hacer, no hubo estrategia alguna que no intentara... decir NO en ese contexto era simplemente un acto de fidelidad con la voz interior que le gritaba desde las entrañas que había llegado el momento de cambiar de ruta. No se trató en absoluto de un acto de cobardía, sino de la más valiente de las decisiones, la de renunciar al proyecto al que se había dedicado en cuerpo y alma. Peleó como una leona, incansable, y pelear es también reconocer cuando se está ante una batalla que resulta preferible no librar.
Escuchar nuestras voces, las que nos lanzan a contracorriente de lo que anhelamos, no es cosa sencilla. Requiere de enorme valentía. El parto es un camino que no queda más remedio que recorrer a ciegas, avanzando un paso a la vez, sin conocer de antemano el desenlace de la historia. Las decisiones se toman bajo el velo de una neblina espesa que impide ver lo que hay adelante de manera que nunca podremos saber el destino al que nos hubiera llevado una desviación que no elegimos.
No queda entonces más remedio que caminar mirando el pie que avanza, dar cada paso considerando la información que tenemos disponible en el momento y recurriendo, con frecuencia, a la brújula de la intuición. Existen criterios para tomar decisiones, guías de práctica clínica que indican en qué escenario se recomienda qué cosa. Pero desafortunadamente no hay guía capaz de vacunarnos de todo riesgo por lo que la voz más importante a escuchar es la de las mujeres a las que acompañamos.
Son ellas quienes pondrán el cuerpo y quienes se llevarán a casa los arañazos de la batalla, así que son ellas quienes deben estar todo el tiempo a cargo. Pero no es sencillo para nadie escuchar la voz de su intuición cuando no está alineada con el deseo.
Quienes las acompañamos humildemente aceptamos que no podemos más que caminar a su lado, haciendo uso de lo que nos dejan conocer nuestros saberes para asesorarlas, pero reconociendo de antemano que no somos dueños del destino de las almas. El desenlace será victorioso siempre que la mujer haya sido dueña de su cuerpo y capitana de su embarcación, independientemente de la tormenta que le toque atravesar, y habremos naufragado cada vez que intentemos tomar el timón por ella