Por Mercedes Campiglia

Era un dominguito soleado y me esperaba el plan de una comida en casa con amigos y familiares. Estaba saliendo de comprar las viandas que compartiríamos un par de horas más tarde, cuando entro la llamada que anunciaba que el día cambiaría de rumbo.

Dejé las compras y el proyecto de la carne asada a cargo de mi marido y salí corriendo. Ella tenía contracciones intensas y frecuentes, acompañadas de todos los signos que dan cuenta de un trabajo de parto avanzado... vómitos, temblorina, presión en la entrepierna y el sacro. Miré mi reloj y calculé que alcanzaría a llegar de regreso a tiempo para sumarme a una reunión a medio camino y estrenar las lucecitas que acabábamos de comprar para iluminar el jardín al caer la noche.

Al llegar al hospital el médico que atendería el parto revisó el progreso y supe que no recibiríamos noticias alentadoras cuando vi sus dedos hundirse tan adentro... Nunca es buena señal que haya que hurgar hondo para encontrar las señales que se están buscando. Tras examinar la situación, le anunció que completaba solo uno de los diez centímetros que había que alcanzar para que la pequeña criatura que habitaba su útero pasara por la apertura que estaba destinada a traerla al mundo; un largo camino se dibujó en nuestras mentes en ese instante.

No cualquiera es capaz de reponerse cuando recibe noticia semejante; representa un verdadero desafío ponerse en pie después de la revolcada y seguir adelante. Pero ella logró hacerlo, de la mano de un compañero que se mantuvo amorosa e incondicionalmente a su lado.

Las contracciones cambiaban de ritmo tras una serie de movimientos orientados a ajustar la posición de la cabecita que intuíamos mal colocada y el escenario se tornó calmo, lo que nos dio a todos una bocanada de aire. Cuando el cuerpo se enfrenta a un reto busca métodos para resolver la encrucijada, y suele ocurrir que las contracciones se ponen a trabajar desenfrenadas haciendo muy complicado sobrellevar su estrepitoso oleaje de tormenta.

Pensamos entonces que lo mejor sería que los papás regresaran a su casa a esperar que el proceso madurara; no suele ser buena idea internarse en los hospitales demasiado pronto si lo que se busca es lograr un parto. Nuevamente se vislumbró entonces en mi horizonte la posibilidad de una tarde de jardín y cháchara... pero en este parto mis predicciones estaban destinadas a equivocarse. Es impresionante la flexibilidad que se adquiere al acompañar nacimientos, no hay rutina de yoga capaz de lograr elasticidad semejante.

Resultó evidente para mí, por razones que el corazón atiende aunque la cabeza no comprenda, que no podía apartarme de ese proceso ni por un instante. Así que me entregué al transitar entre el agua caliente, el agua fría, los masajes, las maniobras, los cambios de posiciones, las esencias, el hielo y las barritas de cereales... que se fueron sucediendo unos a otros durante las 12 horas que pasamos trabajando y que el reloj, colgado en la pared de la habitación, insistía en no marcar.

Ajustando las estrategias a lo que ella reportaba, y haciendo uso de algunas de las fabulosas artimañas de las parteras -poseedoras de saberes ancestrales para conducir a los niños a través del inteincado camino de la pelvis de sus madres- encontramos el caminito que llevaría finalmente, a la que descubrimos que era una niña, hasta los brazos de sus padres.

Ella pujó de pie a su hija y, tras recibirla en los brazos, se dejó caer agotada en las piernas de su marido que las abrazó a ambas llorando. Había visto salir una niña del cuerpo de su mujer y eso es algo poderoso... cambia por siempre la vida de aquellos que tenemos la fortuna de atestiguarlo.

Llegué a casa cuando todos dormían hacía rato. No me tocaron la fiesta ni las lucecitas en el jardín, y estaba tan agotada que no fui capaz siquiera de probar la comida que me esperaba envuelta en aluminio adentro del refrigerador. Pero mi corazón se acostó satisfecho; llenito de esa saciedad que se genera cuando uno siente que lo que hace tiene un sentido y celebrando la fiesta de la vida.