Por Mercedes Campiglia

"Hoy desde en la mañana que nadaba empecé a sentir contracciones en la parte baja del vientre y un poco en la espalda baja... las siento intensas pero funcional, estoy en la natación con mi hijo y puedo manejar y hablar. Solo veo que son frecuentes".

Yo consideré que, si ella estaba en condiciones de manejar por la ciudad llevando a su niño a clases extra-escolares, le faltaba todavía un largo camino por andar. En su parto previo la estancia en el hospital le había resultado extremadamente larga y laboriosa, por lo que en esta ocasión se había propuesto permanecer lo más posible en casa.

Tratándose de un segundo nacimiento, volví a comunicarme una hora y media más tarde para saber cómo seguía todo. Tardó un rato en responderme porque había decidido ir al parque con algunos de los amigos de su nene... me avisó que las contracciones se habían espaciado un poco por lo que supuse que al caer la noche la cosa empezaría a ponerse seria.

Pasaron solo 17 minutos desde que recibí ese mensaje hasta que empezaron a llegar otros con un tono diferente:

17:19 "Ahorita sentí una más fuerte. Las sigo registrando."

17:21 "Me empezó a salir sangre con moco."

La llamé entonces y, mientras hablábamos, me contó que la fuente acababa de romperse y la escuché pujando. Tomé la maleta de parto y corrí como un bólido hacia mi carro mientras le pedía que me mandara la ubicación de su casa. Sabía que estaba sola con su nene y que no lograría desplazarse a ninguna parte. En cuanto abrí la ubicación que me había llegado supe que tenía por delante cerca de una hora de tráfico. Me esperaba un largo camino en una ciudad embotellada gracias a una lluvia a la que le había dado por caer fuera de temporada en pleno horario pico.

Llamé entonces a su marido que estaba en una junta a la que había decidido acudir pensando que el trabajo de parto apenas empezaba. Estaba a 15 minutos de distancia a pie de su casa, que debe haber recorrido en cinco en cuanto se enteró del cambio abrupto de escenario.

Le marqué a ella nuevamente en cuanto subí al carro para decirle que estábamos en camino: "No sé qué hacer" dijo. "Mete un dedo a la vagina y fíjate si sientes la cabeza". Ahí estaba. "No te asustes. Va a nacer. Toma una toalla seca para recibirlo. Lo único importante es que se mantengan secos y calientes." "¿Entonces pujo si tengo ganas?" "Sigue tu cuerpo y ponlo en tu pecho en cuanto nazca." Colgué para llamar a su médico, a quien le había dejado ya un par de mensajes... El tráfico detenido.

Lo siguiente que ocurrió fue la entrada de una llamada desde un número desconocido. Al atender escuché una voz masculina y exaltada que anunciaba: "¡¡¡Ya nació!!!" Un vigoroso y pacificador llanto de fondo la acompañaba. El papá había entrado sudoroso a la casa un minuto después de que el bebé saliera, sin dificultad alguna, del cuerpo de su madre. "Ven a jugar mamá" llamaba el nene de tres años desde la habitación, mientras ella pujaba en el suelo del baño: "Ahora voy" le respondía, mientras se encargaba a un tiempo de ser partera y madre.

Recuerdo haberles sugerido un par de bobadas mientras recorría pausadamente la ciudad llena de autos: "Ayúdala a ir a la cama y cuida que estén los dos secos y calentitos; tengan cuidando de no tirar del cordón que sigue conectado." "Protejan el colchón con un plástico porque la salida de la placenta es muy sangrona, no se espanten." "Hay que buscar un recipiente para colocar la placenta cuando nazca y corten un pedacito para que ella se lo coma; eso ayuda a que el útero se contraiga."

Yo sabía que no necesitaban nada; era evidente al escucharlos... A esas alturas su médico ya había hablado con ellos, tras enviar a un neonatólogo y un ginecólogo que iban rumbo a la casa para asegurarse de que todo estuviera en orden. Yo me preguntaba, a lo largo del interminable trayecto, qué necesidad había de que yo llegara una hora después de que todo hubiera ocurrido. Creo que simplemente quería abrazarlos y sumarme a la alegría de este nacimiento extraordinario.

Cuando estacioné finalmente el auto, el papá tuvo que bajar a la calle a poner unas moneditas en el parquímetro porque me di cuenta de que había olvidado mi cartera en casa. De forma que, a fin de cuentas, necesité más ayuda de la que pude proveer.

Cuando entré a la casa ella estaba acurrucada con su recién nacido prendido al pecho... sorprendida, deslumbrada y un poco ensangrentada. El papá, adorablemente desgreñado, le había acercado un agua de coco y revolvía los cajones en busca de lo que ella iba solicitando... una cobija determinada, una camisa para arroparse... El hermanito mayor, mientras tanto, escribía planas con el nombre del recién llegado y la placenta, apoyada en un recipiente sobre la cama, completaba una escena simplemente perfecta.

Ella quiso darse una ducha y mientras disfrutaba de la caricia del agua caliente en la espalda, el papá aprovechó para acurrucarse al morrito en el pecho un rato. No tenían ni pañales por lo que, tras acomodar unas cosas en la cocina y abrirle la puerta al pediatra, la recién parida se encargó de hacer el pedido a la farmacia, sentada frente a la computadora de su cuarto, con su hijo mayor sobre las piernas, que la ayudaba a elegir lo que se necesitaba.

La tijera para cortar el cordón, a falta de alcohol, se esterilizó con mezcal y la tripita colgante se ató con una tira hecha de gasa. Mientras el ginecólogo reparaba un desgarro superficial en la vagina de ella, yo me fui a pedir hielos a algún vecino para ayudar a que la vulva se desinflamara. El papá, entre tanto, jugaba al futbol en la sala con sus dos chamacos, asegurándose de que el pequeño que tenía en brazos no recibiera ningún pelotazo.

El parto es un evento fisiológico pero, ante todo, es una fiesta. Nos lo recuerdan estas experiencias fantásticas en las que no se requiere más que de una madre valiente y un bebé determinado a llegar al mundo. Es increíble que la posibilidad de que el parto nos sorprenda resulte tan aterradora cuando, en realidad, es un regalo que se reserva solo a un puñado de afortunadas.