Por Mercedes Campiglia

Lo primero fue la fuente. Como su médico es un hombre sabio y paciente, lo siguiente fue irnos todos a dormir. Yo me acosté atenta, esperando que mi celular sonara en cualquier momento. Justo antes del amanecer me despertó el aviso de que hacía un par de horas las contracciones se habían puesto intensas. Salí rumbo a su casa, como habíamos acordado, viendo romper el alba a través de un parabrisas escarchado.

Él me abrió la puerta... habían pasado tres años ya desde el nacimiento de su primer hijo; un largo viaje que también recorrimos juntos. Me dio la bienvenida a la casa un perrito alegre que parecía conocerme desde siempre y la mamá de ella, encargada de cuidar al pequeño nieto que jugaba a pasar por el puente que creaba su madre cuando buscaba apoyo en la cómoda durante cada una de las contracciones.

Había música suave y esencias en el ambiente... él, amorosamente, contenía y acariciaba el cuerpo de ella, que estaba para entonces entregado a la tarea de abrirse. Escuchamos el hermoso sonido del corazón del bebé dentro del vientre, contamos unas cuantas contracciones y mandamos reporte a su médico. Esperamos un rato antes de salir rumbo al hospital que estaba realmente cerca.

Todo avanzaba de forma orgánica y perfecta. Era claro que el proceso avanzaba; lo decían las sensaciones de ella y los sonidos y movimientos con los que las expresaba. Al llegar, tras revisarla, su médico le dijo con una sonrisa en los labios y otra en los ojos que todo estaba perfecto; que el cuello de su útero había adelgazado y la cabeza de su bebé estaba bien apoyada en él para ayudarle a abrirse, lo que hacía suponer que avanzaría rápidamente: "Tienes cuatro centímetros de dilatación", dijo para completar la frase.

A pesar de que las noticias eran excelentes y el pequeño corazocito latía con ritmo y fuerza dentro del vientre, la noticia cayó sobre su espalda como una cubetada de agua helada. ¿Cuatro centímetros? ¿Cuánto faltaría entonces? ¿Cómo iba a resistirlo? Se revelaba a seguir sintiendo esta intensidad por el tiempo que el conteo de su calculadora mental le indicaba que quedaba por delante.

Llené la tina a toda prisa porque sé bien que el agua caliente es una pausa, es un paréntesis; da al cuerpo y a la mete un respiro para reacomodarse... y le susurré al oído: "Tu cabeza te está jugando en contra, no la escuches. Escucha a tu cuerpo que te dice que avanzamos; los centímetros de dilatación no son relevantes."

Dudó al inicio de mi palabra y de sus capacidades pero, aun así, decidió sumergirse en la tibieza del abrazo del agua y de las manos de su compañero entregadas a consolar su cuerpo adolorido. Poco tardó en llegarle la imperiosa e impostergable sensación de pujo que le confirmó que estaba realmente cerca. El pujo llega al parto como una bocanada de aire fresco que irrumpe en una atmósfera bochornosa. Su arribo tiene una materialidad palpable que impregna el ambiente de gratitud y alivio. Marca la recta final desde la que puede verse el fin del camino, anticipando que se logrará llegar a la meta.

Salimos del agua, porque su capacidad terapéutica y benéfica para el nacimiento no parece ser suficiente para que las autoridades sanitarias reconozcan su valía y permitan su uso... desatendiendo las preferencias y convicciones de las mujeres y los profesionales que las asisten.

Eligió acomodarse entonces en un banco de parto, sujetándose de un rebozo y resguardada por las amorosas manos de su marido que no se separaron de su cuerpo ni un instante. Pujó así a esta niña que llegó al mundo con los ojos completamente abiertos, determinada a encontrar, lo antes posible, el pecho del que habría de alimentarse.

Para parir es fundamental, como para todas las cosas importantes de esta vida, apagar la cabeza y encender el corazón.

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