Por Mercedes Campiglia
La vida es verdaderamente sorprendente; no hay manera de amodorrarse en ella porque de una sacudida te espabila y te levanta. Se elaboró un plan de parto para este nacimiento; ocurriría en un hospital porque ella había tenido varias pérdidas antes de lograr el embarazo, padecía además de un problema de coagulación y había sufrido una perforación uterina por cuestiones que no viene al caso explicar en este relato. Habíamos acordado con su médico, sin embargo, avanzar lo más posible en casa. Las contracciones no tardaron en regularizarse así que me fui a verla unas pocas horas después de que hubieran empezado y la encontré metida en la tina de su cuarto con enormes ganas de pujar:
- "Debemos prepararnos para salir al hospital".
- "No creo que sea capaz de levantarme".
Le pedí que me dejara ver entre sus piernas y cuando las separó encontré un mechón de pelo que me hizo saber que no podríamos ir a ninguna parte: "Está por nacer, avisa al médico", alcancé a decirle al padre.
Salió la cabeza y mis manos estuvieron ahí para sostenerla mientras corrían por mi mente todas las imágenes de tantas otras manos que había visto recibir niños bajo el agua. "No debe salir la cabeza al aire hasta que el cuerpo haya terminado de nacer" apareció como un relámpago en mi cabeza. "Esperemos a que rote", creo haber dicho, y sentí como esa cabecita grasosa y pequeña giraba entre mis mis palmas... El cuerpo no salió de inmediato y mis dedos hicieron los movimientos que alguna suerte de memoria misteriosamente, impregnada en sus yemas, les dictaron. Recorrieron el cuello en busca de una circular de cordón, la encontraron, la sujetaron firmemente y la deslizaron través de la cabeza liberando el cuerpo que terminó entonces por nacer.
"La bebé al pecho de su madre, mantenerlos calientes es lo más importante"; lo he dicho cientos de veces y ahora simplemente las manos se encargaban de hacer lo que la lengua había repetido en tantas ocasiones. Mis dedos constataron, el cordón bombeara sangre: "Nacen con su propio tanque de oxígeno, qué alivio". No lloraba. Sé que no todos los bebés lloran al nacer, especialmente después de un parto sencillo, pero ésta nena estaba, por azares del destino, a mi cargo.
El ginecólogo venía en camino, no había pediatra. Las sequé muy bien y nos mudamos a la cama. Mis manos manotearon el teléfono y marcaron. Necesitábamos una voz autorizada para que nuestros corazones recuperaran el ritmo. ¡Qué inmensa alegría tener a quien llamar! ¡Qué inmensa alegría contar, entre los contactos, con los datos de aquellos en cuyas manos pondrías sin dudar la más preciada de las vidas! Llamé y contestaron, solidarios, calmos, empáticos, los compañeros de siempre, con los que hemos caminado tantos nacimientos lado a lado. Nunca podré agradecer lo suficiente que recibieran mi llamada a pesar de estar fuera de la ciudad descansando, que nos dijeran que todo estaba en orden después de una primer consulta express por videollamada, que encontraran quién pudiera apoyarnos a pesar de que tenían otros dos nacimientos en curso y todos los equipos ocupados. Respiramos. "¿Tienen un calefactor a mano?" Afortunadamente había uno en el que fuimos calentando mantas para mantener tibias a la niña y a la madre.
Media hora más tarde llegaron los ginecólogos a recibir la placenta, misma que los padres sembraron en una maceta unos días más tarde para que después de haber alimentado a su hija, nutriera ahora una nueva vida. Entraron a la habitación sonrientes y relajados, dándole la bienvenida a lo inesperado en lugar de fingir que podían comandar al mundo. Nos sentamos alrededor de la cama de la familia a charlar y esperar que llegara la pediatra, a la que le tomó un par de horas recorrer la ciudad. Mientras tanto yo aprovechaba para darle a ella una sobadita en las piernas, no sé bien si para relajarla o para relajarme.
Esta niña no estaba dispuesta a que su llegada pasara inadvertida y, como la realidad anda tan escandalosa en estos tiempos, ella se puso a tono y decidió hacer una entrada triunfal en nuestras vidas.