Por Mercedes Campiglia

Prepararon un cuarto tan perfecto para recibir a este segundo bebé, que podían haberlo alquilado como sala de partos. Un rebozo colgaba de una argolla instalada en el techo, habían dispuesto una cama para el alumbramiento de la placenta, una lona en el suelo para proteger la madera del humedecimiento que podría llegar a causar la tina de partos, un espacio de revisión para el bebé, en un mueble con todo lo que podría llegar a requerirse durante el parto y un pequeño altar con velas, flores y fotos de todo el linaje femenino de la familia. Sobre él había también bolsitas de regalo y cartas para cada una de las personas que fuimos invitadas a esta fiesta que tenía hasta cupcakes previstos especialmente para la ocasión.

Se escuchaba música en todas las habitaciones; ella se movía siguiendo su ritmo y el de las sensaciones que le dictaba su cuerpo. Él la acompañaba de cerca en las rutas monótonas de ida y vuelta que trazaba en su andar entre los cuartos, el pasillo y el jardín. Dátiles, arándanos, almendras y frutos deshidratados habían sido colocados sobre la barra de la cocina. Y el latido del rítmico corazón del bebé completaba un cuadro perfecto.

Dos ginecólogas y una neonatóloga instalaron su equipo de trabajo, prepararon la tina y se sentaron a charlar en los sillones mientras esperaban a que el proceso madurara. El cérvix empezaba a abrirse tímidamente y algunos movimientos con el rebozo parecieron ayudar a acelerar su marcha.

No habían pasado ni tres horas cuando las ganas de pujar cambiaron el tono de la escena. Todos nos instalamos alrededor de ella. Vimos romperse la fuente y un liquido oscuro pintó el agua con una nube verde. Estábamos cerca. El corazón del bebé seguía bombeando rítmicamente. Solo unos pocos minutos pasaron antes de que el bebé naciera. No respiró. La neonatóloga lo estimulaba cada vez más vigorosamente. No respondía.

“Cuenten el primer minuto.” “Primer minuto.” “Cuenten el segundo.” “Segundo minuto.” “Corten cordón.” El bebé seguía sin reaccionar. El oxígeno llegaba hasta sus pulmones mediante una bomba manual que inflaba rítmicamente su pecho. El mundo se redujo a observar ese balanceo. Las médicas buscaban equipo en las maletas… Condensador de oxígeno, aspirador de flemas, colchonetas térmicas… Yo no sabía siquiera cómo debían lucir los instrumentos que se requerían; observaba su danza.

“Háblale a tu bebé.” “Más fuerte.” Le decía la ginecóloga a la madre. Había ido a acostarse en la cama junto a ella. La placenta ya había nacido. “Estás a salvo. El mundo te recibe. Tus ancestros te abrazan y te protegen.” Recitaba la madre mientras el equipo médico continuaba con su tarea. Una de las doctoras le colocaba el estetoscopio en los oídos a la otra para que pudiera escuchar el corazón mientras sus manos se dedicaban a la tarea rítmica y metódica del bombeo del aire. El bebé yacía sobre un pequeño colchoncito térmico. Un llanto suave. Las luces del mundo volvieron a encenderse.

El niño ahora respiraba, pero parecía dormir. El corazón bombeaba. La temperatura era correcta. Fue colocado entonces en los brazos tibios de sus padres y, tras un largo rato de caricias y declaraciones de amor, abrió los ojos y despertó a la vida. “Habrá que trasladarlo al hospital de cualquier forma” anunció su médica. Había que hacer estudios; placas de tórax, análisis de sangre, ultrasonidos cerebrales. Otro pediatra llegó a asistir el traslado. Se canalizó el pequeño brazo del niño que se quejó decididamente ante el pinchazo. Nos alegramos de escuchar su llanto. Y así, en medio de la madrugada, protegido por una abrigada cuna construida con toda clase de cobertores para resguardarle del frío, fue trasladado al hospital que ya esperaba su llegada. El papá se fue con él. La mamá se quedó con nosotras.

Y solo entonces lloró. No mucho. “Creo que estoy bloqueada” dijo. Su ginecóloga le daba pequeños golpecitos con la punta de los dedos alrededor del pecho. La ayudamos a llegar a su cama, nos acostamos alrededor de ella y escuchamos una canción que hablaba sobre el aquí y el ahora; el significado del nombre que había elegido para su niño. Yo me quedé dormida un instante. Una de las doctoras ayudó a la mamá a extraer las primeras gotitas de leche para dárselas al niño en cuanto fuera posible. Nos fuimos después de eso. Ella se quedó con su suegra que había llegado para acompañarla.

Me llevé el sobre que tenía mi nombre, junto con una vela y una bolsita de regalo que lo acompañaban. Me puse la pulsera que había dentro, manejé hasta casa y caí vencida por el sueño. Al despertar encontré un mensaje que me anunciaba que los estudios del bebé habían salido bien. Y entonces el aire entró decididamente a mis pulmones, que habían estado respirando a medias. Transportado por una mano invisible, el niño había transitado sin rasguño lo que el resto vivimos como una descomunal tormenta.

Los pastelitos de limón quedaron esperando un festejo que tardó días en llegar. Pero una foto de los padres abrazados, con el niño en brazos, frente al tendedero de imágenes de las mujeres de la familia, nos puso esta tarde a todos de fiesta. La nota que acompañaba la escena decía: “De vuelta en casa. Fuimos directo al espacio en el que todo quedó suspendido en el aire para retomar lo que quedó pendiente y seguir adelante”.

El niño le había dicho a su madre, en lo que no alcanzo a entender si fue una suerte de visión o un sueño, que confiara, que no tuviera prisa, que permaneciera en el aquí y el ahora. A esas indicaciones se aferraron sus padres cuando la escena se tornó turbulenta. Se mantuvieron calmos y presentes. Él se ofreció como el apoyo en el que ella no quiso dejar caer su peso. De modo que se mantuvieron ambos de pie, valientes, e hicieron frente a la adversidad. Hoy regresan al punto de partida, más fuertes, más frágiles, más bellos.