Por Mercedes Campiglia
Hay partos de fuego y partos de miel; por lo general se alternan para que probemos tanto el rigor como la dulzura y podamos extraer los aprendizajes de ambos.
El nacimiento de su primer hijo había sido complicado. Como si un tornado la hubiera despojado precipitadamente de cualquier fantasía de control, se vio de pronto llevada por los aires entre fragmentos de estructuras arrancadas del suelo que zumbaban a su alrededor amenazantes... carreras, desmayo, fórceps, desgarro severo y un bebé con el que apenas pudo conectarse porque la adrenalina que acompañó la sacudida le había adormecido la consciencia. Le toma un tiempo al alma regresar al cuerpo por completo cuando el zarandeo es tan intenso.
Compensando, este segundo nacimiento se pareció al armonioso deslizar en esquí por la pendiente suave de una montaña recién nevada cuando el sol empieza apenas a despuntar el alba. Su cuerpo hizo el recorrido sin tropiezos, zigzagueando con destreza de un extremo a otro de la rampa para evitar que el viaje adquiera velocidades vertiginosas.
En un banco de parto, sostenida por su compañero, dio el canteo final sobre la blanca nieve y parió a este niño que había hecho el recorrido entero en el abrazo acuático de su cuerpo. Estalló la vida, empapando la semana de belleza, y bañando de pies a cabeza al médico que la recibía humildemente sentado en el suelo.