Por Mercedes Campiglia
Hace tiempo sé que debo escribir este texto pero las ideas remoloneaban en mi cabeza sin atreverse a convertirse en palabras. El que abordaré es un tema difícil del que se habla escasamente. Mientras las historias de nacimientos en hermosas tinas rodeadas de velas o en la intimidad de una habitación con piso de duela circulan por las redes, las cesáreas han sido exiliadas al territorio del silencio. He acompañado al quirófano a bellas y maravillosas mujeres que han hecho impresionantes trabajos de parto y que por una razón u otra han tenido que recibir a sus hijos en un entorno quirúrgico y estéril que no hubieran elegido por deseo propio; a ellas les debo este ejercicio de enunciación.
Invariablemente, cuando un nacimiento que se esperaba natural deviene una cesárea, se filtra en la experiencia cierto desazón; una sensación de decepción que anida en algún rincón recóndito del cuerpo y susurra al oído la idea de que se ha fracasado. Se levanta una suerte de pudor que silencia los relatos de nacimientos que ocurren entre enfermeras, bisturíes y campos estériles… y las mujeres que los han vivido dicen tímidamente y casi disculpándose cuando se habla de partos… “no, yo tuve cesárea”. ¿Qué es lo que pasa que se nos acaban las palabras cuando entramos al quirófano? ¿Qué ocurre allí dentro? Creo que esas historias merecen ser contadas y por eso lanzo esta provocación, en un intento por empezar a poner palabras a este terreno que pareciera querer escapar de ellas. Ojalá otras voces se sumen a la mía y empecemos a hablar más del impresionante tránsito de las mujeres a las que les toca andar este escarpado sendero.
La cesárea no es, de ninguna manera, la forma más sencilla para traer un hijo al mundo; no resulta ni remotamente simple ponerse en el escenario de una intervención quirúrgica cuando se ha trabajado para buscar un nacimiento natural y algo se interpone en el camino. Cuando se depositó la confianza en entregarse al ritmo que marca la danza de las contracciones y ello no lleva al destino trazado, la primera e innegable impresión es que en alguna medida el cuerpo ha fallado… ¿por qué si lo he hecho todo bien? ¿por qué si lo deseo tanto?
He visto a muchas mujeres que no han luchado contra las contracciones ni se han revelado ante las sensaciones que produce su cuerpo; mujeres que han danzado armoniosamente con el vaivén del nacimiento, balanceándose al ritmo de su vientre y que, sin embargo, han tenido que enfrentarse el hecho de que su parto no evoluciona. No sabemos por qué esto ocurre, o al menos yo no lo sé, pero la dilatación no avanza, o el pujo resulta insuficiente, o el bebé decide que ya no puede seguir adelante... y las horas de música, aromas, concentración y visualizaciones parecen esfumarse de pronto cuando el médico decide que es tiempo de hacer una cesárea.
Se trata de un momento crítico, un momento en el que algo cae… algo se deja ir, se entrega. La fragilidad queda al desnudo, develando la luna llena de la vulnerabilidad. Es un momento profundamente conmovedor y seguramente transformador para quienes lo atraviesan, aunque en el instante lo único que puede verse es el temor que se levanta y lo envuelve todo con su manto.
Mientras el trabajo de parto es el reino de la oxitocina, lleno de cadencia, luces tenues y belleza; al cruzar la frontera hacia el área estéril del quirófano, se entra a un territorio completamente distinto con coordenadas radicalmente diferentes… el dominio de la adrenalina. Las contracciones suelen detenerse y cuando aparecen su dolor resulta difícilmente tolerable. El ambiente es frío y está lleno de todo lo que asusta… aparatos, personas con los rostros cubiertos, bisturíes y agujas. Al entrar a este paraje, habitualmente, se ha inscrito en el escenario la noción del riesgo y eso profundiza el temor… todo es prisa, las frases son cortas y difícilmente comprensibles y los movimientos se repiten mecánicamente con una precisión que pareciera apuntar a borrar su carácter humano.
La mujer pasa súbitamente de estar a cargo de su cuerpo a ceder por completo el control de éste a un equipo de médicos que lo interviene más allá de cualquier posibilidad de control de su parte. Su cuerpo es manipulado, esterilizado, monitoreado, bloqueado y pareciera que deja de pertenecerle por un rato. Se coloca entre ella y su vientre un velo que marca una fractura: de un lado ella con sus temores y preguntas, del otro este cuerpo al que aparentemente ha abandonado… completamente expuesto en su materialidad descarnada, completamente ajeno. Ella siente cómo su vientre es empujado, tocado; sabe que hay manos en sus entrañas y experimenta la extraña sensación de no poder siquiera controlar el movimiento de uno de los dedos del pie.
Cuando una fractura tal se produce resulta necesario hacer un proceso para reconectar ese cuerpo roto. Desde mi punto de vista, el primer paso en la reconstrucción del entramado es el encuentro con el bebé, por eso resulta fundamental que el recién nacido sea puesto de inmediato en el pecho de su madre. Este sencillo acto es un reconocimiento a la subjetividad de esa mujer que es más que el cuerpo manipulado al otro lado del velo; implica poner la atención donde se encuentra ella, su mirada. Hay que llevar la humanidad al quirófano, revelarse ante el sometimiento pasivo que nos propone, en el que se hace de la mujer un mero cuerpo a ser manipulado. Hay que llenarlo de historias, de risas y de llantos; hay que habitarlo con palabras y arrullos que resuenen es sus paredes frías y las impregnen de la ternura y la calidez necesarias para recibir a un hijo y acunarlo.
Hay que regresarle la palabra a las mujeres valerosas que han enfrentado este camino empinado, en lugar de exiliar sus historias al silencio. Este escrito aspira a dialogar, al menos, con el susurro del fracaso que resuena en los relatos de quienes han vivido una cesárea. Yo en verdad no veo en este recorrida nada del orden del fracaso o la vergüenza, nadie tendría motivo alguno para sentirse decepcionado. Se trata de una ruta compleja, inesperada, desafiante, a la que hay que reconocerle su dignidad sin reservas. Hay reunir el valor necesario para atreverse a mirar la marca que dejó el corte en el cuerpo y en el corazón y abrazarla. Hay que lanzar palabras y construir historias para reapropiarse de ese cuerpo que pareció dejar de ser el propio por un momento. Hay que hablar también de las cesáreas.