Por Mercedes Campiglia
Cada día estoy más convencida de que la clave para tener nacimientos bellos es esa parte desestimada del camino a la que hemos llamado fase inicial del trabajo de parto. Ese trecho que recorremos en casa sin que nadie nos observe, acompañadas de las personas verdaderamente significativas en nuestra historia. El parto íntimo y sin reflectores que andamos paso a pasito entre nuestra cama y nuestra regadera es la verdadera llave que abre las puertas a los nacimientos empoderados de mujeres lobas capaces de tomar su cuerpo y hacer con él el milagro de la vida.
En la mayoría de los casos las mujeres corren asustadas a los hospitales cuando las contracciones empiezan a volverse intensas, corren a entregarle su cuerpo a alguien que pueda encargarse de confirmarles si progresan o no, de darles instrucciones sobre cómo andar este camino desconocido y desconcertante. Corren hacia allá porque se sienten incapaces de hacer el parto por sí mismas y se sienten incapaces porque les hemos hecho creer que de ninguna manera podían asumir esta tarea.
Algunas mujeres, sin embargo, logran permanecer refugiadas en su cueva esperando a que el proceso madure en su interior, confiando en que no necesitan ser rescatadas de sus sombras, que pueden navegar en ellas guiadas por una brújula misteriosa y desconocida que hallan de pronto en algún rincón de su ser, son ellas las que suelen llevarse la recompensa de los nacimientos grandiosos, aquellos en los que se descubre que no hace falta para parir más fuerza que la propia ni más red que la de los afectos.
El parto es un acto privadísimo, conmovedor hasta la médula; necesitamos andar un camino como éste en nuestras casas, con las luces bajas y los corazones abiertos. Cuando hemos decidido dar a luz en un hospital, necesitamos un equipo de profesionales sensibles que refuerce nuestra confianza para que podamos recorrer la mayor parte del camino en casa; profesionales dispuestos a ceder su protagonismo para dedicarse a observar nuestro proceso sin pretender tomarlo en sus manos.
Un parto que inicia es una pequeña llama que se enciende y a la que un soplo de viento puede fácilmente apagar. Yo he observado una y otra vez cómo a las mujeres que llegan pronto a los hospitales los nacimientos empiezan a dificultárseles. Cuando esperamos pacientemente a que la llama se convierta en una hoguera ya no hay protocolo que consiga acabar con ella.