Por Mercedes Campiglia
Cuando vi el puñado de instrumentos de metal que asomaban de su vagina pensé: “esta es una escena que me perseguirá en los sueños”. Sabía que jamás habría de olvidarla. Su marido, tiernamente, le respondía cuando ella, desde el sueño extraño en el que la sedación sumerge a la conciencia, le decía que tenía hambre: “¿Y qué se le antoja de comer, algo picosito? ¿Y de beber, agua de limón o de naranja?”. Ella: “Quiero ir al parque a pasear con mi nena”. Él: “¿Y llevamos a las perritas o mejor las dejamos?” Ella: “Con las perras, quiero que la conozcan”. Charlaban de helado de chocolate y espaguetis con crema, de la playa a la que querían llevar a la niña para meterla un ratito al mar y otro a la alberca… “pero solo un ratito porque el agua tiene mucho cloro”.
Mientras tanto dos enfermeras sujetaban con firmeza tres espátulas de metal con las que abrían la vagina en la que la ginecóloga hurgaba buscando el origen del río de sangre que inundaba el cauce en el que se había convertido su cuerpo... Se empapaban, una a una, las decenas de gasas que entraban, sujetas a una pinza, por el orificio abierto en su entrepierna. Tres lámparas alumbraban el túnel de acero por el que la doctora introducía toda clase de instrumentos, dando puntadas aquí y allá en un intento por reparar el tejido roto.
La nena estaba en el cunero. Cuando nació, después de un parto sin mayores contratiempos fue colocada, como corresponde, en el cuerpo de su madre: “Tiene una flemita, déjame ayudarla”, dijo el neonatólogo al ver que no respiraba con la facilidad que todos hubiéramos esperado. “Vamos a darle un poquito de oxígeno”. “Vamos a llevarla a una cama calientita”. “Vamos a intubarla”. Las frases se sucedían unas a otras, como una cascada de piedras que caían sobre un lago rompiendo su superficie de espejo y sumiéndose hasta asentarse en el fondo de una conciencia que cada vez parecía más pesada.
Nada tenía sentido. Mi mente regresa una y otra vez a lo ocurrido, como un sabueso, en una suerte de compulsión por revisar los pasos rastreando el punto de quiebre que nos llevó al momento en el que nos encontrábamos:
15:08 Mensaje de ella avisando que las contracciones habían empezado hacía un par de horas.
16:18 Mensaje de él comunicando que eran más regulares: “Cara de parto todavía no tiene”.
17:31 Él: “Ya está cantando tibetano”.
17:54 “Ya vamos al hospital”.
18:35 Llegué al hospital y unos momentos después la vi bajar del auto, ya con cara y voz de parto.
"Espectacular. Seis centímetros de dilatación y muy buenas contracciones". Tuc-tuc, tuc-tuc, el corazón de la bebé perfecto.
“¿Por qué no te metes a la regadera un rato?” Dijo su médica, “el agua te puede ayudar”. Nos llevamos al baño algunas de las decenas de velitas eléctricas con las que habían llenado la habitación y una botella de Gatorade. Contracciones seguidas, contra-presión en la pelvis con cada una de ellas. Recuerdo el agua caliente salpicando mis brazos y mi zapato resbalando en el suelo mojado.
Empezamos a escuchar sonidos diferentes. Nueva revisión: “Ya vas en ocho. ¿Quieres meterte a la tina?” Tuc-tuc, tuc-tuc. “Tu bebé está perfecta, ya está muy cerquita, si quieres puedes tocarla.” Ella mete los dedos a la vagina y siente su cabeza; su marido está en el agua para sujetarla. Calor, paños fríos en la frente, esencia de cítricos, ganas de pujar. Le sugerimos que saliera porque empezó a sentirse sofocada. Un banquito, un rebozo y un espejo en el que pronto vimos que la cabecita asomaba.
20:58 “Nació” escribí a mi marido, como suelo hacer cada vez que voy a un parto.
22:37 “Acá todo se complicó” fue mi siguiente mensaje… cuando se habían llenado de pinzas su vagina y de miedo su corazón. “Qué bueno que decidí cambiar de médica” dijo ella entonces. Qué importante elegir a los profesionales en los que podamos depositar nuestra confianza aun en los momentos más difíciles, pensé.
Tomé una foto antes de que se llevaran la nena al cunero en el brevísimo instante en que estuvo en el pecho de su madre pero, por causas que no logro entender, se borró de mi celular. Nunca había ocurrido antes. Simplemente desapareció, de modo que ese encuentro quedó velado y solo vivirá en los ojos de quienes pudimos atestiguarlo.
Decenas de veces he estado en situaciones más complicadas, decenas de veces hemos esperado más allá de las 41 semanas para permitir que el parto iniciara por sí mismo, pero éste no fue el caso. Semana 40.4, ninguna señal de alarma durante nueve meses, una madre con músculos fuertes que hizo yoga para abrir su pelvis durante el embarazo. No hubo hormonas, no hubo suero, no se usó anestesia… nadie empujó, cortó, jaló ni apuró nada. Un parto absolutamente fisiológico, un recorrido que se ajustaba aun al más conservador de los criterios. Ninguna maniobra fue necesaria, ninguna manteada, ningún oxitócico natural o sintético. La doctora escuchó a esa bebé al menos cuatro veces durante las dos horas que pasamos en el hospital… recuerdo cada una de ellas y el latido era fuerte… la bebé se veía rosada al nacer. Todo lo que se requirió estuvo disponible; todo el equipo, toda la asistencia.
Todo se hizo bien y nada salió como hubiéramos esperado. Me doy cuenta de que escribo este texto como un repaso más, otro recorrido de mi mente que ha hecho la ruta de ida y vuelta decenas de veces. Como el obsesivo que repasa sus rutinas, siempre idénticas, buscando inútilmente controlar la realidad inatrapable que se le escapa entre los dedos.
“No logro entender”, le escribí al día siguiente a la neonatóloga cuando me enteré de que la niña estaba grave. “Pues yo tampoco” respondió ella. Quizá hay eventos que son sencillamente inexplicables. Si se hubiera tratado de un parto en casa, si el pediatra no hubiera llegado a tiempo, si yo hubiera hecho alguna maniobra extraña, como ha ocurrido tantas veces, habríamos estado convencidos de que algo de todo eso nos había llevado al punto al que mi memoria ha quedado anclada… la niña en el cunero, las pinzas asomando por la vagina de ella y él rememorando aquella boda a la que sus dos perras asistieron vistiendo smoking, mientras le recordaba a su mujer, de tanto en tanto, que respirara hondo y tragara saliva, como la anestesióloga había indicado.
Estaban en el mejor lugar posible, con el mejor equipo posible en todos los sentidos. Estaban lo mejor armados que se puede estar para enfrentar una tormenta. Tenían las más sólidas embarcaciones comandadas por los más experimentados marineros, pero la tormenta es la tormenta y no existe manera de acallar el rugir de los truenos ni la bravura del océano. No queda más que aferrarse a la extraña combinación de humildad y valentía, que se produce al atestiguar que el misterio de la vida es ingobernable.
Este es un texto que esperó largo tiempo por su desenlace; la historia empezó a escribirse, como siempre, el día después del parto, pero permaneció a medias, aguardando su final, durante casi un mes. Fue tejida como una red que aspiraba a atrapar en sus palabras los detalles de lo vivido, para evitar que se perdieran en el olvido, pero funcionó también como la lista que se escribe para exorcizar a la mente de la condena al eterno retorno: "un kilo de huevo, una barra de mantequilla, seis bolillos..."
El parto no concluye hasta que el bebé es entregado a los cuidados de su madre y hubo que aguardar muchos días para que eso ocurriera en este caso. Una auténtica odisea que comprendió tres días de hipotermia para poner a las neuronas en pausa y mantener a la pequeña Blancanieves inconsciente y congelada, reposando en su cajita de vidrio, hasta que el beso del amor llegó a despertarla de su sueño de muerte. Se practicaron análisis de todo tipo, tratamientos de infecciones indomables... Y hoy finalmente sale de la tempestad ilesa, gracias a un par de padres que hicieron acopio de toda su capacidad y fortaleza para sobrellevar la adversidad sin reclamos, sin culpas ni cuestionamientos, confiando en que saldrían a flote de la experiencia gracias a la orientación sabia del equipo que eligieron para acompañarles.
La nena no estuvo sola, fue arropada en todo momento por el amor de sus padres, que cobró la forma de las palabras dulces que llegaron a sus oídos desde el primer instante y la leche que nutrió su cuerpo… un par de gotitas primero, extraídas junto con unas cuantas lágrimas, y transportadas mediante una zonda hasta su estómago, y tres tomas diarias más tarde, que tenían a su madre casi todo el día rondando los pasillos del hospital.
Enormes pruebas con inmensas enseñanzas… Yo salgo de la experiencia deslumbrada de la grandeza de los maestros con los que la vida me provee constantemente. Mediante ellos se me han llegado los más valiosos aprendizajes. La exposición constante a la humanidad en su grandeza, en su valentía y su arrojo, en la más bella de sus formas, es algo que jamás podré agradecer lo suficiente.